Hay algo de mágico en ese lago, que se pretende declarar Maravilla Natural del Mundo, aunque no necesite de declaraciones oficiales para ser considerado así, por cualquiera que tenga el privilegio de conocerlo.
Elevado a 3.800 metros sobre el nivel del mar, sus aguas limpias, atrayentes, tranquilas, aunque dicen que se crispan al atardecer, complementan su atractivo con las orillas donde crece la totora y, escalonadas, las colinas conservan -y en tramos aún se siembran- las terrazas donde se cultivaban, miles de años antes de Cristo, granos, hortalizas y otros alimentos.
Enmarcando el Titicaca, ¡las montañas nevadas se alzan como oraciones de imponentes ermitaños vestidos de armiño!
Son muchos los lugares, las islas, los tesoros arqueológicos por visitar, tanto en los dominios de Perú como en los de Bolivia, ya que ambas naciones comparten la posesión, la historia y la armonía del lago navegable más alto del mundo.
Yo solamente he dispuesto de una jornada para llegar por carretera al puerto de Chúa y visitar, en la parte boliviana, algunos sitios inolvidables, sentir el magnetismo del lago, mientras lo cruzaba en catamarán, o en una pequeña embarcación que navegaba cercana a la gabarra, donde pasaba a la otra orilla del Estrecho de Tiquina el autobús en el que habíamos llegado al embarcadero o, incluso, en una balsa de totora, incluyendo el remar, al menos para la fotografía de recuerdo, mientras avistábamos el Palacio de Pilkokaina.
Por si ya en sí mismo no fuera bastante el atractivo de sus aguas o el interés de su costa, he desembarcado en Copacabana, donde, en lugar de muchachas de espectaculares tangas brasileñas, he hallado la estampa colorista de las aymaras o las quechuas, con sus polleras vistosas y sus sombreros inexplicablemente inamovibles, sin sujeción alguna, sobre sus cabezas, vendiendo en medio del paseo, sobre unos trozos de tela o de papel, los pescados que los hombres han sacado del lago: el pejerrey, el mauri, el ispi, las orestias o las finísimas truchas.
Pero en Copacabana, sobre todas las cosas está la Virgen de la Candelaria, la milagrosa virgen, cuyo escultor fue el Inca, declarado siervo de Dios, Francisco Tito Yupanki, de cuyos avatares y portentos sucedidos durante la obra da cuenta literaria, en un preciso manual publicado en español, aymara y quechua, el académico correspondiente de la Lengua Española y ministro consejero de Asuntos Culturales de la Cancillería de la República de Bolivia, Marcelo Arduz Ruiz, de cuyas manos lo recibí durante el paseo, con generosa e inmerecida dedicatoria.
Mi paso por el Santuario donde se venera la Virgen, incluyendo la subida al Camarín, me permitió participar en la tradición de poner una vela por mi familia y por cada una de las surgidas de ella, pidiendo algún favor que, en mi caso, me reservo de hacer público, con fe puesta en su logro.
Me acompañó Guillermo Valencia, animoso comunicador, viajero incansable, enamorado de la naturaleza y de su tierra, quien me inició en el rito, rodeados por buen número de personas que lo practican en la capilla especial, de paredes ennegrecidas por el humo de tan constante devoción.
Arduz, Guillermo y yo aún tuvimos tiempo, antes de embarcar de nuevo, para visitar el yacimiento arqueológico, recientemente descubierto en la villa y que parece prometer grandes hallazgos.
En la Isla del Sol nació el Imperio Incaico y, aunque hay que luchar con la altura, para todavía ascender por una larga escalinata de piedra, ni un solo turista deja de subir y visitar el Jardín, y la Fuente del Inca.
Luego seguimos hasta el Complejo Cultural Inti Wata, modelo de respeto a la naturaleza, que incluye el museo subterráneo del Ekako, la exhibición de objetos y remedios de medicina tradicional, el “astillero” de balsas de totora, las terrazas Pachamama donde se imita la agricultura incaica y varias muestras de trabajo artesano con exhibición en vivo.
Precisamente la Pachamama, la madre tierra, es la fuente de inspiración del indígena –brujo blanco o médico natural, según se quiera- que realiza, para el turismo, el rito de recarga de energía positiva, de acuerdo con lo que el Titicaca sugiere, ya que el visitante siente, durante la navegación o el paseo por sus orillas, como un impulso vital que le reanima y llena de paz.
En el mirador “Manco Kápac”, desde donde pueda admirarse la majestad del lago y su magnetismo, un pequeño rebaño de vicuñas, llamas y alpacas pone su, siempre interesante, nota de zoología local.
Los incas adoraban al sol – Wiracocha – que consideraban el Creador. Y no tengo duda de que fue una buena elección para su altar el Lago Titicaca. A mí desde luego me ha acercado al Paraíso, aunque mi Dios sea otro. |
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