Confieso que cuando se empezó a hablar de la instalación de una fábrica de celulosa cerca de Fray Bentos, mi primera reacción fue de rechazo. Veía la iniciativa como una clara confirmación del papel que nos toca a los países del Tercer Mundo como receptores de inversiones contaminantes, es decir, lugares apropiados para que las multinacionales desarrollen actividades fabriles que, por sus efectos contaminantes, están prohibidas en el Primer Mundo.
Adherí, casi con entusiasmo, a la aparentemente sólida argumentación de las organizaciones ambientalistas, que nos alertaban dramáticamente sobre los efectos devastadores del cloro, de los furanos y de otros compuestos químicos de nombres aterradores. El apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina: el río Uruguay se convertiría en un gigantesco arroyo Pantanoso, se morirían todos los peces, se condenaría a los balnearios a desaparecer, los fraybentinos parecerían sobrevivientes de Hiroshima... En fin, una catástrofe completa, con el agregado del agotamiento de los suelos y de los reservorios de agua potable subterránea a raíz de la forestación con eucaliptos. Tanto fervor ecologista me llevó a promover una campaña a favor de la proscripción del papel y la vuelta al pergamino y los papiros, campaña que no llegó a concretarse porque, fiel a mis principios, no quise usar papel para imprimir el llamamiento.
A pesar de las voces agoreras de calamidades, se construyó la planta procesadora de celulosa y comenzó su actividad industrial. Va para un año que Botnia produce miles de toneladas del producto, y la furia de los dementes ambientalistas de Gualeguaychú cada día pierde razón de ser. Poco a poco se ha ido calmando el frenesí celulofóbico ante la realidad indesmentible que nos dice que la planta no contamina. Hace pocos días, en la hora previa del Senado, Mariano Arana se refirió al último informe de la auditoría internacional Ecometrix Incorporated contratada por el gobierno, en el que se brindan los resultados de los primeros seis meses de actividad de la planta de celulosa, apoyado en datos de monitoreo obtenidos por la propia empresa Botnia, la Dirección Nacional de Medio Ambiente, OSE, el LATU y otros laboratorios independientes. Las conclusiones son terminantes: ni el agua del río ni la atmósfera se han visto alteradas por la acción de la pastera; no hay riesgo alguno para la salud de la población de los alrededores de la fábrica. Punto y a otra cosa; que los ambientalistas de Gualeguaychú no jodan más, y que tampoco joda más el gobierno argentino. Y, desde luego, que se dejen de joder los ecologistas nativos...
Está bien que las organizaciones ambientalistas y ecologistas cumplan un papel de control, de alerta y de denuncia de agresiones al medio ambiente y al equilibrio ecológico. Pero lo que no corresponde es esa actitud fundamentalista de rechazo a priori de toda iniciativa industrial. Y menos que menos generar falsas alarmas basadas en datos falsos presentados como científicamente probados.
Toda actividad humana, toda obra debida al ingenio humano altera en cierto sentido el equilibrio ecológico y modifica el paisaje; y eso viene ocurriendo desde el Neolítico. La preocupación ecologista es relativamente reciente, y ha significado un avance en la toma de conciencia acerca de la depredación de la naturaleza y los riesgos que ello conlleva. Pero no se puede llegar al extremo de cesar toda actividad industrial en aras de la preservación del medio ambiente.
Los fundamentalismos siempre son peligrosos. |
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