"El hombre es un experimento; el tiempo demostrará si valía la pena." Lo dijo Mark Twain. Por fortuna, el concepto "tiempo" es lo suficientemente largo, todavía, para no obstaculizarnos las esperanzas. Sin embargo, la realidad se empecina en demostrarnos en forma sostenida nuestro fracaso como especie. Se diría, una vocación de fracaso. Lo fatigoso es que todo cuanto hacemos para superar nuestras históricas miserias nos enfrenta a ellas, una vez más, agigantadas por el mismo desarrollo que supimos concebir.
Así, por ejemplo, cuando la ONU arroja, desde lo alto, bolsones de alimentos en Zimbabwe, donde el 80% de la población vive en la extrema pobreza y la inflación supera el millón por ciento, lo hace utilizando aviones técnicamente aptos tanto para esa misión como para transportar Rolls Royce que enriquecen la colección privada del propio Mugabe, la cual se acrecienta a la par del infortunio de un pueblo resignado.
Y, gracias a sistemas de ubicación satelital y plataformas espaciales, nosotros podemos hacer el seguimiento de miserias como éstas, de escalas infinitas, just in time , a miles de kilómetros de distancia, cómodamente sentados frente a televisores de plasma, o por medio de computadoras portátiles tan finas como la fina línea entre la vida y la muerte por la que se desplaza más de 1/3 de la población mundial.
Lo que demuestra que, hasta el momento, la tecnología no mitiga las penurias de una inmensa humanidad marginada. Es que, admitámoslo, la tecnología avanza, mayormente, al servicio del mercado; y el mercado, como es sabido, al servicio de sí mismo. La impresionante irrupción de China y de India en el mercado del mundo no implica que el mundo vaya a ser mejor.
Vale decir que, aunque a Suecia le sea ajeno el concepto de pobreza o que en Islandia el PBI per cápita sea superior a los 63 mil dólares, el mundo insiste en fracasar y profundiza su fracaso.
Es imprescindible comprender que nuestras frustraciones son globales. El panorama político-económico-socio-ambiental global es altamente incierto y sensiblemente riesgoso, y, si bien la ciencia y la tecnología tienen mucho para aportar en paliar problemas, se requiere, ante todo, de diálogo, encuentro y consenso para actuar en forma urgente y mancomunada, para hacer converger en coincidencias superadoras la amplia diversidad de contenidos culturales, religiosos y de ideas.
Sin embargo, el mundo es demasiado complejo para ser unívoco, al menos en cuanto a cuestiones sociales se refiere. Estamos, además, inmersos en una época en la que impera el relativismo, por lo que resulta difícil aunarnos bajo un mismo postulado o encaminarnos hacia un mismo fin.
Este es el gran desafío. Somos una sociedad global, y la globalización nos impone, mal que nos pese, más obligaciones que derechos, obligaciones morales que trascienden las fronteras de nuestras naciones.
Un buen punto de partida es encontrar en esa multiplicidad, la gran oportunidad de transformación superadora. No sería más que alcanzar a comprender la realidad humana en lo que verdaderamente es: un cúmulo prodigioso de diferencias.
En eso se está avanzando, y, aunque no siempre suficientemente difundidos, los empeños abundan. Un ejemplo es la Exposición Internacional de Zaragoza.
Podría decirse que la ciudad de Zaragoza es símbolo de unidad. A lo largo de sus 2000 años de historia, ha ido amalgamando imponentes restos de murallas romanas, edificaciones mudéjares y las emblemáticas expresiones del cristianismo. El resultado es una hermosa armonía, a la que se suman, ahora, las aerodinámicas arquitecturas recientemente erigidas para dar cuerpo a la Exposición Internacional, que se extendió a lo largo de tres meses y clausura el domingo.
En el marco de este evento, cerca de 200 jóvenes de todo el mundo, representantes de distintas organizaciones de la sociedad civil, nos hemos reunido para, a partir de nuestras diferentes visiones, culturas particulares e ideologías desiguales, acordar una agenda común de trabajo que ayude a hallar soluciones a los problemas que padece un sinnúmero de seres humanos. Y que no por locales dejan de ser globales: el agua, su carencia, su contaminación.
Esta savia vital, puesta en riesgo por la irracionalidad de los hombres y del desarrollo, es el elemento unificador, el postulado y el fin, bajo el cual y hacia el cual, se aglutina este grupo heterogéneo de jóvenes que se sienten hermanados en la causa y ciudadanos de un mismo mundo.
Cuando algunas prospectivas auguran escenarios futuros de guerras y sangrientos enfrentamientos en torno del agua, se pone a prueba una vez más, y de manera inminente, el resultado del experimento humano.
Entretanto, los 42 países participantes de la Exposición Internacional de Zaragoza sobre "Agua y Desarrollo Sustentable" y los 200 jóvenes reunidos en las Jornadas de Agua y Juventud, se presentan como ejemplo y símbolo. Ejemplo de que una globalización para la dignidad y la justicia es deseable y es posible. Y símbolo de la unidad en la diversidad, bajo el código del respeto.
Experiencias como éstas demuestran que hay valores incuestionables en los que definitivamente nos podemos y nos debemos encontrar. Lejos de enfrentarnos, el agua puede unirnos.
Tal vez, después de todo, el experimento humano habrá valido la pena.
El autor es representante internacional del Movimiento Agua y Juventud.
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