Un concepto que hasta hace pocos años formaba parte del lenguaje propio de técnicos y académicos comenzó a generalizarse, al punto de quedar incorporado en la legislación del gobierno local y, de acuerdo con los planes que se hicieron públicos, al conocimiento y práctica de toda la comunidad: la gestión de riesgo. Definido como un proceso que tiende "a la reducción de la posibilidad de experimentar daños y pérdidas en la sociedad o en sectores por la concurrencia de fenómenos naturales, socio naturales o antrópicos", el sistema -cuya versión local fue presentado días atrás- se enmarca en una serie de medidas que se vienen planificando y concretando con el objetivo de evitar la ocurrencia de desastres o, al menos, atemperar sus consecuencias.
De acuerdo con la argumentación que oportunamente ofreció la gestión oficial, el plan implica una fuerte participación tanto de organismos públicos como privados -incluidas entidades que trabajan en diferentes ámbitos vinculados con la sociedad- y de la propia comunidad.
Desde el comienzo de la actual gestión se viene insistiendo en la importancia de colocar en un primer plano todas las acciones destinadas a prevenir los efectos de anegamientos o de un eventual desborde hídrico, al tiempo que se insiste en el concepto de mitigación, como el resultado de la aceptación de que no es posible controlar el riesgo totalmente. Tal la definición que expone el texto de la ordenanza por la que se aprobó este sistema, cuyo objetivo general es impulsar las medidas necesarias para proteger a la sociedad, sus bienes materiales y el medio ambiente en el marco de los planes de desarrollo.
A las medidas de infraestructura que se diseñaron y comenzaron a ejecutar, y que están categorizadas como estructurales, se suman otras denominadas no estructurales, porque tienen que ver de manera concreta con las acciones en las que la propia comunidad puede involucrarse. Desde evitar que se produzcan anegamientos por acumulación de residuos -razón por la cual se insiste en la importancia de mantener despejados desagües y bocas de tormenta, en especial en jornadas de precipitaciones intensas- hasta la participación directa en planes de contingencia y en el conocimiento del riesgo, entendido éste como la "probabilidad o posibilidad de que se produzcan consecuencias económicas, sociales o ambientales como resultado de la materialización de una amenaza y la existencia de vulnerabilidad en el contexto social y material de la misma", de acuerdo con la ordenanza ya mencionada.
Sin dudas la inundación de 2003 marcó un antes y un después en la historia de la ciudad y de los santafesinos, muchos de los cuales siguen aún sin reponerse de las pérdidas humanas y materiales. Entonces, estos conceptos, sus alcances e implicancias eran, quizá, ajenos al uso cotidiano y a la aplicación concreta. Más de cinco años después, la ciudad sigue siendo -por su propia condición geográfica- vulnerable. Pero, a través de planes concretos, de un ordenamiento territorial necesario, de presupuestos acordes y de un protagonismo de la comunidad en el conocimiento del riesgo y en las acciones que puede concretar para minimizarlo, la ciudad puede y debe estar mejor preparada para una nueva emergencia.
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