Desde el comienzo, el agua puso a prueba a las nuevas autoridades del gobierno local. Apenas unas horas antes de la ceremonia de asunción, el 10 de diciembre de 2007, un fuerte temporal azotó la ciudad. Sería la primera traba que tendrían que sortear. Poco más de dos meses después, el 28 de febrero de este año, una intensa tormenta provocó inundaciones, anegamientos, destrozos y cientos de evacuados en zonas que, hasta entonces, no sufrían tanto la furia del agua.
Para esa altura, los miembros de la nueva gestión no tuvieron otra que concentrarse en lo verdaderamente urgente, y dejar de lado las promesas y anuncios de todo “recién asumido”. La naturaleza, no obstante, todavía se guardaba algo más.
En menos tiempo que entre las dos anteriores, llegaría una nueva tormenta, esta vez hacia la tarde-noche del Viernes Santo, a fines de marzo. Y no faltó nada: hubo vientos huracanados, granizo, cortes prolongados de luz y agua, árboles caídos, pérdidas incalculables, y más gente obligada a abandonar sus hogares. Otra vez.
Está claro que al intendente Pablo Bruera y su equipo les tocó pasar tres pruebas de fuego pero... ¿las pasaron?
Antes y después
Lo primero -y más sencillo- fue culpar a la gestión anterior, que había permanecido en el gobierno durante más de una década. “Desde hace años no se hacía ninguna tarea de limpieza en arroyos, ahora se están haciendo dragados y zanjeos en todas las delegaciones, algo que ayuda a mitigar cualquier tipo de inundación”, decía Ricardo Díaz, director general de Gestión Integral de Residuos e Higiene de la muni-cipalidad, pocas semanas después de la última inundación. Cierto es que buscar un culpable en casos como éste no es tan simple. Y otra cosa que tampoco puede perderse de vista es la cantidad de agua que cayó que, en las tormentas de febrero y marzo, llegó a niveles pocas veces alcanzados.
En Villa Elisa y City Bell, las zonas más afectadas de la ciudad, cayeron alrededor de 200 milímetros en una hora, una cifra que, en épocas normales, corresponde a un promedio mensual de lluvias. El departamento de Investigaciones del Mar y la Atmósfera de la UBA arroja datos más generales pero igual de alarmantes: desde 1990 llovió un 30% en el Gran La Plata. Vecinos de Villa Elisa y City Bell recuerdan, del temporal de febrero, dos enormes olas que arrasaron con todo, y que venían desde el camino Gral. Belgrano.
Se puede decir que las responsabilidades se dividen en un antes y un después de las tragedias. No había obras adecuadas ni suficientes que garantizaran, al menos en parte, que no pasara lo que pasó. Luego de la primera tormenta, tampoco se tomaron los recaudos mínimos ante la posibilidad de que se repitiera. Y, ni en la segunda ni en la tercera, hubo atenciones inmediatas desde la comuna.
“Fue un abandono total: las autoridades directamente negaron esta tragedia”, dice María Albornoz, del Comité de Cuenca de Villa Elisa. Desde el barrio El Molino, de City Bell, otros vecinos aseguran que las autoridades no estuvieron ni el día de los desastres, ni el siguiente. Y así fue que nació entre los vecinos la solidaridad, primero, y la organización, después. Las asambleas, reuniones y encuentros surgieron de la impotencia frente a la inoperancia de los que tenían que actuar sin perder más tiempo. Cortes de calles y quema de gomas estuvieron a la cabeza de las primeras manifestaciones. Reclamos, notas, demandas y todo tipo de acciones judiciales, también. “Respuestas -dice Alejandro Mariñelarena, otro vecino damnificado- casi ninguna”.
Los inundados recuerdan que la situación era inmanejable, con cloacas desbordando, y casi dos metros de agua en las casas. Los delegados municipales de las zonas en emergencia no se hicieron presentes. Y esa es la gran bronca de la gente.
Con respecto a lo que se hizo desde entonces hasta ahora, los testimonios se unifican en una sola conclusión: nada nuevo. En general, en los lugares cercanos a los arroyos, coinciden en que hubo una limpieza de las aguas, y un dragado que, en algunas partes, ya se hacía todos los años. Tal vez lo único novedoso haya sido una canalización, es decir, profundizar los canales para que el agua escurra.
“Desde lo hidráulico, puede llegar a ser una solución parcial, pero desde lo ecológico es nefasto para todo el ecosistema”, señala Mariñelarena, biólogo de profesión. De todas maneras, hoy los cauces están copados por plantas, que resultan ser un freno enorme para el recorrido del agua. “No quiero que pase nada, pero me gustaría ver si sirve lo que han hecho”, agrega el vecino.
Estas emergencias también sirvieron como enseñanza a la gente de la zona. “Ahora tratamos de no acumular basura, y mantenemos una limpieza más o menos constante”, dice Julio Said, que tuvo un metro y medio en su casa de City Bell. Si volviera a llover con aquella intensidad, seguramente ocurriría lo mismo, señalan todos. Todavía hoy, hay familias que no han podido restaurar sus viviendas. En su momento, la municipalidad habilitó un 0800 para recibir datos de los damnificados y así poder otorgar subsidios, algo que finalmente no se concretó. Y también se habló de la entrega de un cheque de mil pesos para cada familia, pero se repartieron diez por barrio a través de algún delegado, según cuenta Said, así que los conflictos con punteros políticos y clientelismo no se hicieron esperar. “Hay gente que todavía sigue sin hablarse por un colchón, imaginate por dinero, yo ni me quise meter”, agrega.
Trampa oculta
Los principales caminos de la región complicaron la situación, de eso no hay dudas. El Belgrano, el Centenario y claro, la Autopista La Plata -Buenos Aires. Rápidamente comenzó a hablarse en todos lados de las obras, esas construcciones y rutas convertidas en un dique que bloqueó el paso del agua. El intendente Bruera responsabilizó a Coviares, la empresa concesionaria, de la dimensión que tomaron las consecuencias del temporal.
Nuestra región se ubica en la llanura pampeana. Este tipo de terreno tiene una pendiente, poco pronunciada, pero pen-diente al fin, que va hacia el mar. Las aguas corren en ese sentido, como la de arroyos y zanjones que, en su mayoría, son de origen pluvial. Si los caminos, como en este caso, se construyen perpendiculares al sentido de la pendiente, se convierten en lo que se conoce como diques de llanura, por el te-rraplén sobre el que se emplazan. Esa altura frena la caída natural de las aguas. Si la cantidad de agua que cae es mucho mayor que la media, entonces ese freno la devuelve, de ahí las olas de las que hablan los vecinos de Villa Elisa, en ese caso desde el camino Gral. Belgrano.
Mariñelarena estuvo presente en las reuniones previas a la construcción de la vía rápida hacia Capital Federal, y recuerda que, al ver los planos originales, una empresa advirtió que hacían falta, por lo menos, el doble de alcantarillas que la pro-puesta incluía. Es decir, los “huecos” que, cada cierta distancia, se abren por debajo de la ruta. A partir de las inundaciones, el tema resurgió, y hubo informes desde la Facultad de Ingeniería de la UNLP que aseguran que casi un millón de personas viven en zonas peligrosas, y que hay que contener la urbanización descontrolada y trazar planes hidráulicos urgentes. Mariñelare-na coincide con eso, y dice que lo que hace falta es “un buen diagnóstico para saber qué fue lo que pasó y así ver qué se puede hacer”. Y las construcciones a la vera de los arroyos y ríos es otro gran tema.
Por un lado, están aquellos que no tienen otro lugar donde vivir y, por otro, quienes, por pura ignorancia, piensan que es suficiente con levantar un poco el terreno y construyen allí sus casas, sobre la planicie de inundación que todo cauce de agua tiene, sin respetar nada. “Y es necesario rever el uso que la gente hace de los arroyos”, señala este vecino, “que es como si fueran basureros”.
Ignorancia vs. prevención
Si hubiera existido un plan de contingencias, como el que exigen los damnificados que se organizaron, las cosas tal vez hubie-ran sido distintas. En la tormenta de febrero, el camino Belgrano se inundó a las cuatro de la tarde y, el Centenario, a las seis, por poner sólo dos ejemplos. Si bien en dos horas nada puede hacerse contra el agua que ya está en camino, sí se puede dar aviso a los habitantes, para que la retirada de sus hogares no tenga que ser bajo casi dos me-tros de agua.
Pero no se le pueden pedir peras al olmo, teniendo en cuenta las palabras de Norberto Coroli, responsable de la secretaría de Obras Públicas de la Provincia, poco después de las inundaciones: “Conviene más pagar las indemnizaciones que gastar en obras”.
¿Qué cálculo estará haciendo el funcionario? A la larga, y cuantos más desastres se sufran, las cuentas no cerrarán en su favor. Quizás, sólo calcule las probabilidades de que un hecho de estas características tenga lugar durante los años que le quedan en el cargo, porque muchas veces el “largo plazo” de los políticos se limita a los cuatro años de su gestión.
Las obras de ingeniería planeadas desde la prevención son caras. No deben estar pensadas para resistir medidas normales, sino aquellas extraordinarias y devastadoras que, cada grandes períodos de tiempo, tienden a repetirse. Son trabajos que requieren una inversión muy grande, pero precisamente el ahorro se aprecia una vez que la tragedia sobreviene. Y no sólo monetario, sino en pérdidas humanas.
Lamentablemente, la cultura de la prevención no está instalada. “La única forma de cambiar las cosas es de abajo para arriba, desde la gente, haciendo cosas independientemente de lo que hagan las autoridades”, reflexiona Mariñelarena.
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