Como si no hubiera tenido ya suficiente con los incendios -en su mayor parte, intencionales- que periódicamente la afectaban, nuevas y aún más imprevistas amenazas se ciernen sobre la Reserva Ecológica de la Costanera Sur. Una es la sequía pertinaz que padece y otra, los erróneos y desinformados calificativos vertidos por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
El oficialmente denominado Parque Natural y Reserva Ecológica de la Costanera Sur es un prodigio nacido exclusivamente de la obra de la naturaleza. Allí donde fue rellenado un embancamiento artificial, destinado a un megaproyecto que jamás pasó de los tableros de dibujo, quedó una planicie árida y desagradable a la vista. Sin embargo, con el tiempo se fue poblando de especies animales y vegetales merced a un proceso natural que reprodujo la fisonomía de la costa de Buenos Aires como tal vez la encontraron hace casi 500 años los primeros europeos que en ella posaron sus plantas.
Hoy en día, la Reserva alberga alrededor de 340 especies animales, 50 variedades de mariposas e innumerables clases de vegetales. Cada semana recibe un promedio de 21.000 visitantes: entre ellos, algunos tan ilustres como lo fue el príncipe consorte de Gran Bretaña, Felipe de Edimburgo, tan asombrado por la presencia de cisnes de cuello negro a pocos pasos de la Plaza de Mayo que donó una camioneta para sus servicios de mantenimiento.
Intereses inmobiliarios y políticos han generado más de una iniciativa peregrina, desde la para nada novedosa propuesta de parquizarla hasta las de convertirla en campo de golf, boating o helipuerto, sin hablar de un palomar que subrepticiamente fue instalado en uno de sus extremos o el asentamiento transitorio Rodrigo Bueno, que, en la otra punta, perdura en el predio que supo albergar al obrador de las autopistas. Hay quienes la objetan con argumentos por lo menos atendibles, aunque discutibles, y otros que lo hacen para satisfacer conveniencias o caprichos personales.
Cabría adscribir a esa última categoría el autodenominado sueño presidencial de que "deje de ser un yuyal y se transforme en el Central Park de la ciudad de Buenos Aires". La Presidenta no sólo incurrió en otra de sus peculiares definiciones botánicas, sino que pareció ignorar la autonomía constitucional de la ciudad de Buenos Aires. Olvidó, asimismo, que en tanto parque "civilizado", la urbe tiene a Palermo, producto del genio de Sarmiento, mientras que llegarse desde nuestra ciudad a zonas similares a las de la Reserva demanda no menos de una hora de viaje y un gasto considerable que no está al alcance de todos.
Desde un punto de vista más serio, la biodiversidad de la Reserva está ahora afectada por la sequía imperante en gran parte del país. Sus cuatro lagunas están casi secas y en ellas quedaron al descubierto toneladas de desperdicios arrojados por desaprensivos paseantes. La falta de agua conspira contra la flora y la fauna, incluso a pesar de las medidas preventivas puestas en práctica para contrarrestarla.
Nuestra ciudad, es obvio, no debería dejar languidecer a ese vasto predio, que desde hace años ha venido a sumarse a sus numerosos atractivos y ha servido para que volviesen a poblar sus espacios verdes públicos y privados numerosas aves otrora emigradas a sitios más propicios. Así como las medidas preventivas han logrado restringir los incendios, la tecnología podría contribuir a ponerle mayor y más eficiente remedio a la carencia acuática, y a restablecer cuanto de positivo distingue a esta reserva, autóctona pincelada verde brotada espontáneamente a pocos pasos del monótono gris de la edificación urbana.
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