El sentido común se resiste a admitir que, en pleno siglo XXI, una de las ciudades más importantes del mundo, como Buenos Aires, entre en colapso cada vez que sobre ella se precipita una tormenta de algo más que mediana intensidad. Sin embargo y a pesar de ese reparo, tal circunstancia se reitera con monótona frecuencia.
Sin ir más lejos, el sábado último se repitió ese desalentador cuadro de barrios enteros inundados, avenidas y calles a oscuras, semáforos paralizados, desagües tapados, inmuebles invadidos por las aguas, automóviles a merced de imprevistas correntadas y servicios de transporte subterráneo y de superficie paralizados, por sólo mencionar los males mayores. A ellos se sumaron los cortes de energía eléctrica y de agua potable que venían produciéndose desde algunos días antes. En definitiva, un cúmulo de molestias que abrumaron a los porteños, muy de mala gana resignados a soportar estas intempestivas dificultades mientras deben abonar puntual y rigurosamente sus contribuciones por impuestos y tasas locales.
Es harto sabido que esas dificultades no pueden ni deben ser imputadas exclusivamente a las actuales autoridades de la ciudad. Reconocen por causas injustificadas demoras y docenas de promesas incumplidas de dotar a la urbe de los recursos tecnológicos y de la infraestructura adecuada para atemperar, si no eliminar, esos inconvenientes.
También es conocido que las consecuencias de estos fenómenos meteorológicos no son novedosas. La historia cuenta, por ejemplo, que en similares circunstancias los zanjones y los arroyos, hoy en día todos entubados, se convertían en riachos bravíos cuyas correntadas hasta arrastraban cadáveres de reses y de equinos, cuando no la humanidad de algún desprevenido vecino, y requerían puentes para atravesarlos sin riesgos. Tanto más, pues, en esta época actual, en que la paulatina desaparición, aquí y en el conurbano circundante, de espacios verdes otrora amplios que obraban a la manera de esponjas, le presenta a las lluvias un rostro impenetrable mayoritariamente compuesto de asfalto y hormigón.
¿Hay soluciones? Sí, las hay. El gobierno de la ciudad autónoma acaba de anunciar para febrero o marzo próximos el comienzo de la construcción de los ya célebres conductos aliviadores del arroyo Maldonado. Dos entubamientos de siete metros de diámetro cada uno, destinados a ampliar la actualmente colmada capacidad de desagote del conducto maestro.
No obstante, habrá que esperar entre 36 y 48 meses para poder ver terminada esa obra imprescindible. Indigna, entonces, enterarse de que el llamado a licitación para efectuarla fue hecho el 15 de julio de 2005; que el 17 de agosto de 2006 el Banco Mundial otorgó un crédito de 130 millones de dólares para concretarla, y que sólo a principios de julio del año último fueron abiertos los sobres con las ofertas concretas. ¿Por qué tamañas demoras? Es probable que por una letal mezcla de incapacidad de gestión, burocráticas desidias y soterradas conveniencias políticas.
Avergüenza, asimismo, enterarse de que el sábado pasado un conductor atrapado por el desborde bajo el puente ferroviario de la calle Yatay debió pasar por el duro trance de permitir que su auto se inundase y así poder abandonarlo, porque de lo contrario su vida corría peligro. Los transeúntes no deberían correr peligros de esa índole cuando una tormenta los sorprende en la vía pública.
Proveer de remedio a estas deficiencias mayúsculas debería ser una consigna asumida como política de Estado, de manera tal que en ella se involucren la administración actual y las futuras, y sin que padezca las interferencias provocadas por subalternos celos jurisdiccionales. Si así no se procediese, el distrito porteño seguiría desquiciándose cada vez que padece una lluvia medianamente intensa y esa irrazonable probabilidad seguiría atentando en forma inadmisible contra la calidad de vida de sus habitantes.
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