Al Pampa sólo le faltaba hablar. Y en varios idiomas. Le salían aullidos imposibles, con las cuatro patas metidas en el agua tibia, aterrado por la inmensidad líquida y marrón que lo encerraba. El perro, en realidad, intentaba decir lo mismo que sentían todos ayer en Bermejo: cada casa de esa localidad caucetera se había convertido en una pequeña isla, a la que sólo se podía acceder hundiéndose en el agua hasta las rodillas, pisando espinas, pozos, vidrios y cuanta cosa traía el río Bermejo desbordado desde la noche del jueves, por el temporal de lluvia más duro que recuerdan los pobladores.
Pero el aislamiento doméstico, si bien impactaba a la vista, era casi lo de menos. En muchos casos, techos de caña y nailon y paredes de adobe habían cedido bajo la lluvia y el viento. Muchos bermejinos intentaban rejuntar los adobes, rescatándolos del río que se les venía encima. Y esa postal era la más crítica ayer, en una jornada que tuvo sus pinceladas de dramatismo también en Caucete, San Martín, Santa Lucía, Albardón y Angaco. Incluso con ráfagas de granizo, que seguirán amenazando durante unas tres semanas más (ver página 21), en perjuicio de los productores agrícolas.
Pese a que las casas en Bermejo eran un desastre, la imagen más clara de la desesperación estaba en plena calle. En la arteria de acceso al pueblo, a menos de 1 kilómetro de la ruta 141, una docena de hombres y mujeres rompía con combos, martillos y picos el pavimento. Le hacían un tajo a la calle para que el agua, embancada en las viviendas al oeste de la arteria, pasara al este y le diera un poco de respiro a la gente del otro lado. "Antes teníamos el badén, pero hace como un año, cuando pavimentaron la calle, no hicieron de nuevo el badén, y eso que nosotros les pedimos que lo hicieran", se lamentaba ayer Blanca de Malla, que para entrar a su casa tenía que atravesar casi 200 metros de agua sucia y ramas invisibles chicoteándole las pantorrillas.
En uno de los ranchos isla, Eusebia Andrada encorvaba sus 65 años para drenar, balde en mano, las lagunas en las que se habían convertido los dormitorios. Le ayudaba su hermana Celina. Su hijo, nuera y nietos se habían autoevacuado en lo de otro familiar, para cuidar a los chicos. Y la abuela le peleaba a la crecida que seguía bajando del río Bermejo, pala y azadón en mano. A las 15 de ayer seguían esperando ayuda oficial. Ya atravesaban ese estado de desasosiego que sólo puede derivar en chistes: "Me voy a tener que poner a nadar acá y hacerme la ahogada para que nos den piola", decía Eusebia, sonriendo y embarrada hasta las cejas.
A la vez, sus vecinos, los Azcurra, manoteaban los adobes que habían quedado sanos después de que se les viniera abajo una pared del comedor. Las 7 personas de esa casa habían pasado la noche en la única pieza que no se llovía. El resto de la vivienda parecía el Titanic en su peor momento.
Los animales eran un ejemplo de supervivencia. Todos los gatos del pueblo estaban sobre los árboles, todos los perros atravesaban la correntada con los ojos cerrados, casi todos los pollos se trepaban a las empalizadas de los gallineros. Casi, porque en algunos fondos flotaban las gallinas ahogadas en el intento. Y las banquinas, devenidas arroyos, eran el paraíso de los sapos diminutos de agua dulce, que se lanzaban a explorar los rincones de los ranchos.
Griselda Castro, una joven madre de 30 años, pisaba al tanteo mientras sacaba unas sillas sobre su cabeza, para cruzarlas al otro lado de la calle, donde la crecida recién empezaba a lamer las casas. "Nunca habíamos tenido tanta agua", recordaba. Y todos, aún los mayores, coincidían. La imagen del cartel de entrada a Bermejo en el suelo, con una tormenta anterior, ayer era un recuerdo casi risueño ante la magnitud del temporal de la noche del jueves pasado, que convirtió al pueblo en el triste epicentro de la catástrofe.
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