Por estos días, la falta de lluvias y el impacto de la sequía sobre los campos, han sido noticia en casi todo el país. Y se planteó, además del drama presente, el impacto que la situación podría tener en el futuro. Hoy, Quilmes es una urbe densamente poblada, pero supo ser un paisaje rural antaño, y las secas no estuvieron ausentes.
El director de Museos de Quilmes, Rodolfo Cabral, realizó una recopilación de datos históricos y publicaciones que dan cuenta de los tiempos en que la tierra se ajaba bajo los pies de los gauchos y el ganado. Tiempos en los que el socorro del Estado no estaba casi a la orden del día, como en la actualidad, y donde el desarrollo tecnológico ponía a prueba el ingenio de los hombres.
Estamos en tiempos de seca , como decían los paisanos de antes, muchos de los cuales tuvieron que soportar grandes sequías, por ejemplo en Quilmes , señaló Cabral en el inicio de su trabajo de recopilación.
Aunque destacó que, en el caso de estos pagos, sus antiguos moradores, los pequeños hacendados, tenían una ventaja: el bañado de las costas que formaba el Río de la Plata en sus vaivenes.
Allí se podrían arriar los animales y pagando una pequeña tasa a la Municipalidad, todos las manadas de animales podían tomar agua y mucho antes, no se debía pagar nada .
Al mismo tiempo, el director de Museos de Quilmes se preguntó qué pasaba en las tierras alejadas de las costa , y allí fue donde dió comienzo su trabajo para desentrañar la suerte de los asentados al oeste cuando las aguadas se secaban y el pozo de agua ó jagüel, eran la única fuente de agua .
Estamos hablando , dijo Cabral, de épocas anteriores a la introducción masiva de los molinos de vientos y de los tanques australianos .
Tomando un texto de Godofredo Daireaux, titulado Crónicas de jagüel , y aparecido en Costumbres criollas , el director de Museos de Quilmes trajo al presente una suerte de postal de aquel Quilmes campero, donde los inconvenientes de la sequía (o la seca, como la llamaban entonces), eran en verdad grandes.
POSTAL DE ANTAÑO
El texto de la obra es el siguiente:
«¡Caramba! Esta vez no hay más remedio que arreglar el jagüel, y pronto; y pasado mañana, empezar a tirar agua».
Así rumeaba don Anastasio Soleyro al ver que todas las lagunas en su campo, estaban secas y que se amontonaba la hacienda en cualquier charco barroso, para disputarse la poca agua turbia que allí quedaba.
Y a don Anastasio no le causaba ninguna gracia tener que emplear tiempo y dinero en tirar agua. ¡Tirar agua ahí tienen palabras que suenan feo al oído del hacendado; trabajo fastidioso y gasto sin compensación; y no hay más que hacerlo, y ligero, para que no se desparrame la hacienda en los campos linderos!
Don Anastasio galopó hasta el jagüel, abandonado desde dos años, por no haberse necesitado, y vio que estaba bastante desmoronado, que los tres álamos que sostenían la roldana estaban todavía en pie, pero completamente podridos, y se fue para la estancia a hacerlo preparar todo.
Mandó avisar al vasco don Martín para que viniese al día siguiente, sin falta, con el pico, a cavar el jagüel; hizo voltear tres álamos gruesos, de las hileras que cercaban la quinta; buscó en el galpón la soga de cuero crudo torcido que especialmente se reserva para tirar agua; mandó atar el carro para llevar la represa y las bebederas de madera, que todavía estaban en regular, un tarro de bleque, para pintarlas; cuatro postes y alambre pan un cerco que las protegiese; palas y demás herramientas. Pero comprobando con dolor que la manga, hecha de un cuero de potro era ya, completamente inservible, no vaciló; hizo traer la manada del corral, enlazó una yegua gorda y vieja, la degolló y sin desdeñar de poner a un lado los matambres para adobarlos y hacer un asado , reservó la grasa, siempre tan útil para mil cosas; después corto el cuero, redondeándolo, para coserlo alrededor de la gran argolla fierro, con las mismas lonjas que de él había sacado, de modo que el pescuezo formase como un caño de embudo; llenando con pasto la manga así improvisada, para que, al secarse, no se fuese a encoger.
El día siguiente, el vasco, con dos peones, y la ayuda de un muchacho que, montado en un petizo, tiraba afuera de la manga, limpió el jagüel, enderezó las paredes, destapó las vertientes y lo ahondo, hasta darle más de un metro de agua.
En los dos años, durante los cuales han estado siempre con agua las lagunas, bien han podido las vacas del sobre la cincha y haciendo fuerza, empezó a hacer chillar el eje mohoso de la roldana cuando ya algunos animales viejos pararon la cabeza, mirando para ese lado. Y al cesar, por un momento, el rechino de la roldana y del molinillo de la represa, cuando sordamente suena, al caer a manojos el agua, que se desploma en cataratas, en la represa vacía, se paran mas cabezas, como soñando, en su actual penuria, de regueros abundantes y límpidos, vertidos, a hora fija, en aquel mismo lugar.
Vuelve a hacerse oír el chirrido de la roldana, y vuelve a la catarata, y el agua empieza a recorrerla represa de las bebederas, con su cántico suave. Ya se acordaron los animales sedientos: no necesitan más llamada; uno por uno, todos, con su lentitud, se vienen acercando, siguiendo paso a paso, la sendita vieja y casi borrada que lleva al jagüel.
El muchacho sigue yendo, viniendo, silencioso, en el petizo que hace fuerza; y monótono sigue el crujido del eje, seguido, al rato, por el estrepitoso derrame del agua en la represa.
Tímidas se paran las vacas como pidiendo permiso, como si dudasen que sea para ellas el agua que ahora sube en las bebederas, clara y limpia. Tanto ruido las asusta; vacilan; pero pronto se atreve una , estira el hocico, toca el agua, se echa hacia atrás, vuelve j ahora agrandes sorbos, sosegada y voluptuosamente, el agua sana, que para ella el hombre ha sabido sacar del seno de la tierra. Las bebederas y la represa están llenas; el muchacho se apea y deja rezollar el petizo, mirando la hacienda que tranquilamente bebe y, satisfecha, se retira a comer. De cuando en cuando, vuelve a tirar algunas baldeadas y descansa.
Pero, según se conoce, no faltarían clientes si se les dejara hacer. No todos los vecinos han tenido la preocupación de don Anastasio, y también conocen la melodía del jagüel, sus animales sedientos. Al trote largo, de otro campo, se viene una manada con su padrillo al frente, las orejas paradas y relinchando, pidiendo o exigiendo (no se sabe) su parte del festín. «Pues, señor, no faltaría más», piensa el muchacho, y saltando en el petizo, les pega a los intrusos una corrida jefe.
-¿Qué tal anda el jagüel, Pedro?- le pregunta al peoncito, Don Anastasio, cuando viene de almorzar.
-Bien, patrón. Mana lindo- contesta Pedro -; y toda la hacienda ha tomado agua a gusto. Don Anastasio Soleyro, con esa noticia, puede dormir tranquilo, las vacas se sostendrán; no hay peligro que se le vayan y por fin, habrá gastado veinte pesos, entre todo.»
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