El drama de Tartagal cambió la historia. La Presidente convocó a todos y los del campo le tomaron la palabra.
Todo el mundo está convencido de que la causa del evento es el desmonte. Y por supuesto, la liga una vez más la soja. Sería más fácil sumarse al coro “políticamente correcto”, traicionando la verdad. Amigos: el deslizamiento del cerro que anegó a Tartagal no tiene nada que ver con el desmonte agrícola. Es crucial, porque el futuro de Tartagal, y de tantos otros pueblos del interior, está ligado al manejo racional y productivo de los recursos naturales.
Basta con echarle una miradita al Google Earth, un ejercicio que vale la pena. Es gratis y se baja en pocos minutos. Busque Tartagal y recorra toda el área. Va a descubrir que el aluvión que destruyó el puente ferroviario, al sudoeste de la ciudad, vino de un cerro ubicado al oeste. Los desmontes están en los llanos al noreste y al este, y no muy cerca de la ciudad. Están claramente aguas abajo, y por algo alguno de esos campos también se anegó con la oleada del río homónimo. Desde que Newton descubrió la gravedad, el agua baja hacia abajo. Para que suba, hay que bombearla. Aquí vino un aluvión desde la montaña.
Que hay tala furtiva (y no tanto) para explotación maderera de las especies de valor, no hay duda alguna. Es probable que el desprendimiento de una porción del cerro tenga que ver con esto, y también con alguna picada realizada por empresas petroleras o de telecomunicaciones. Pero hay que descartar de plano que esto tenga que ver con la apertura de campos para hacer agricultura.
Ojo, esto no significa que todo lo que se desmonta está bien hecho. Hay gente que hace las cosas bien, y otros que no. Un gran productor de Las Lajitas (la nueva Meca agrícola de Salta) maneja sus campos con curvas de nivel, respetando corredores biológicos y construyendo represas que frenan el avance de las aguas cuando se producen lluvias torrenciales. Pero se encuentra con la desidia de algún vecino que le manda agua que podría contener, obligándolo a agrandar sus protecciones. No es la soja, o el maíz o el sorgo o el algodón. Es el hombre y su manera de manejarlos.
En las últimas semanas, el brote “sojófobo” venía arreciando. A todo lo que ya se había dicho sobre el yuyo maldito, se le endilgó el cáncer en barrios periféricos de Córdoba. Y hasta se hizo prensa con un pobre ganadero al que se le murieron 150 vacas por comer soja “tóxica por estrés hídrico”.
Señores, la alfalfa, la reina de las forrajeras, también es letal cuando empasta. Y el maíz, el jerarca de los granos forrajeros, mata por acidosis si se desbalancea la dieta. Nadie se atrevería a hablar mal de la harina, pero si la comemos cruda, también nos podemos morir. Un litro de gin también mata.
Y ahora encuentran nuevos títulos para seguir alimentando una imagen distorsionada y casi suicida. Fundadora de ciudades en el Brasil profundo, que abandonan la oscuridad de los Cerrados para darle luz a la nueva fotosíntesis, epopeya que los enorgullece.
Desde los albores de la historia, la agricultura gozó de mala prensa. Rómulo fundó Roma y la circundó con un arado: ergo, era agricultor. Remo, su hermano mellizo amamantado por la misma loba, lo desafió cruzando con sus ovejas. Era pastor nómade. Rómulo lo mató.
La agricultura funda ciudades. Es el progreso. La soja, pobrecita, es simplemente la que lo representa.
Editor de Clarín rural
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