Cuando el 9 de febrero el alud de barro bajó desde las serranías del oeste de Tartagal por el cauce del río, reventó su lecho y desgarró un puente ferroviario. La avalancha de lodo y troncos invadió la avenida Packam y cubrió unas 25 cuadras de la ciudad.
El aluvión, tras recorrer cuatro kilómetros por zonas bajas y, entre otros barrios, recaló en la comunidad Chorote, sobre la ruta 34, y a unos cuatro kilómetros al sureste de Tartagal.
Nicasio Carrizo, cacique del grupo, mientras recorre la zona cubierta de barro que no termina de secarse ante nuevas lluvias, anuncia a los vecinos el reparto de ayuda que llevó al lugar un grupo de la universidad local.
"El lodo trepó unos 50 centímetros en las casas. Ya hace mucho que planteamos a las autoridades que las empresas están desmontando. Hasta que no veamos que se respeta el monte no estaremos tranquilos", sostiene el cacique.
Educadores sanitarios. En la emergencia, el jefe chorote indica que fueron apoyados por universitarios y profesores de la carrera de educadores sanitarios. La universidad recibe donaciones de facultades de todo el país y las distribuye con una metodología propia, para evitar críticas y sospechas que rondan al accionar del municipio y el Ejército.
Trepado a una camioneta con un grupo de alumnos, algunos wichís, el docente Cruz Carrizo se multiplica bajo el sol y cuenta que la distribución "se basa en relevamientos realizados para armar bolsones de acuerdo a familias y edad de los chicos".
El "Profe" saluda a vecinos, que conoce porque vivió en la zona. Comprende esa realidad que el alud profundizó, pero que siempre fue de extrema pobreza.
Delante de las dos manzanas chorotes, se halla el salón del Centro de coordinación, donde se centraliza la actividad.
"Estamos aquí desde 1986, cuando un intendente dijo que podíamos ser propietarios de un pequeño terreno fiscal. Había seis familias y ahora somos 33, crecimos y también recibimos a wichís, matacos y guaraníes. Chorote se dice al guerrero que lidera a una etnia en combate", explica el cacique de 48 años.
"Somos de la zona que hoy ocupan Paraguay y Bolivia, mi abuelo vino cuando esos países entraron en guerra". dice.
Tartagal ha sido asentamiento de pobladores de países limítrofes, se halla más cercana al límite boliviano (55 kilómetros) y al paraguayo (103), que de la propia capital salteña (365). Esa ubicación, que además la sitúa a 1.736 kilómetros de Buenos Aires, también describe el olvido que sufre desde los gobiernos.
Unas 2.500 personas habitan las 20 comunidades de wichís, matacos, chorotes, chulupís, tobas, guaraníes, chaneses y chiriguanos, que habitan sobre las rutas 86 y 34.
Se estima que más de tres mil chorotes viven en ocho comunidades de Salta. Y en Bolivia se ubican en el departamento de Tarija. Como los wichís, pertenecen a la familia mataco-mataguaya, del tipo racial patagónico con influencia andina y brasílida.
La comunidad, por un subsidio provincial, ahora levanta casas más fuertes que las humildes viviendas que poseían. "Tenemos luz y cloacas en la calle, y agua, pero están en malas condicones", explica.
También cuenta que "la artesanía es la actividad principal, pero las mujeres que saben el oficio de tallar palo santo deben viajar 200 kilómetros para obtenerlo, lo cual dificulta la actividad".
Sobre el idioma, explicó que "lo mantenemos y enseñamos a los chicos, debemos transmitir nuestra cultura y las raíces. Vine del Chaco, me casé y un tío de mi mujer era el cacique, al morir él, me eligieron, en 1998".
"Tenemos personalidad jurídica y títulos de propiedad, pero son individuales y no colectivos como queríamos. Nos preocupan los chicos, tenemos planes para cooperativas de trabajo, pero todo es lento", admite Carrizo.
Quejas en los barrios por la mala asistencia
El barrio Santa María, en el oeste de Tartagal, vecino a Gendarmería Nacional y las vías del tren, fue uno de los más afectados por el alud que el 9 de febrero llenó de lodo, enfermedades y terror a la población.
A más de un mes del aluvión, las humildes casas que quedaron en pie muestran la heridas que dejó la correntada. Entre postes derrumbados, falta de agua y luz, y calles intransitables, las carpas blancas entregadas a los afectados exibien su debilidad ante las intensas lluvias caídas la semana pasada.
"A las 9 de aquel día, estaba con mi esposo y mi hijo de 11 años y mi hija de 10. Escuchamos el ruido del agua y tomé a las dos nenas para escapar a las vías, donde el terreno es más alto. Mi esposo se demoró para subir el televisor a una mesa, pero al salir quedó atrapado en una planta y no sabe nadar", señala Gabriela Fiufi, vecina de Santa María.
Troncos cortados. Salimos con el agua hasta la cintura y esquivando troncos talados con motosierra, que no digan que la naturaleza provocó al alud, la culpa es de los desmontes que dañan la tierra", sostiene indignada.
"Mi marido pedía ayuda y los soldados que pasaban se me reían, conseguí una soga y con la ayuda de vecinos pudimos salvarlo a las 12, pero tenía una pierna lastimada. No nos fuimos porque andaban ladrones y a pesar de que el agua nos llevó colchones, muebles y rompió una puerta por donde salía todo", explica.
"Mi marido hace 30 años que es empleado municipal y sus compañeros vinieron a darnos una mano. También mi cuñado se llevó a los chicos para que duerman en su casa y empezamos a limpiar todo".
"Después, día por medio nos traían alimentos, pero era una cargada porque no teníamos la cocina. El regimiento recién empezó a dar comidas a la semana del alud. Por eso fuimos con varias familias al cuartel porque sabíamos que tenían mucha ropa y alimentos, pero no los distribuían. Había zapatillas nuevas que eran vendidas por otros vivos", señala.
"Entre vecinos nos ayudábamos, cortamos la ruta y entonces nos dieron mesas y cocinas para usar con garrafas", recordó . Sobre las viviendas nuevas, dice: "Nos quieren sacar de acá y llevarnos a casillas, pero en un lugar con tanto barro como el que tenemos ahora".
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