Nada tengo contra el agua embotellada. Antes bien proclamo mi admiración por quienes la han convertido en fantástico negocio, el que más dinero mueve en el mundo tras el petróleo y el café. Y sigue creciendo. Sorprende, sin embargo, que el ciudadano lo asuma con total naturalidad, y hasta puede que ni haya reparado en ello, mientras le solivianta una subida mínima del agua de grifo. Un hecho tan sorprendente bien merece una reflexión.
El precio medio en la tienda del agua embotellada es 350 ?/m3, quinientas veces el del agua de grifo (0,71 ?/m3 en media, según el INE). Con unos consumos medios por habitante y año de 120,5 litros y 58,4 m3 respectivamente, el español gasta al año 42,17 ? en la embotellada y 41,46 ? en la de grifo. Breve empate porque ambos negocios siguen dinámicas distintas. Por eso pronto el ciudadano gastará mucho más en agua embotellada, que sólo usa para beber y que debe llevarse a casa, que en agua multiusos disponible en su vivienda en cuanto abre el grifo.
El agua embotellada es, no hay duda, un negocio boyante. Según ANEABE, la asociación que agrupa a sus fabricantes, en la última década su consumo ha crecido a un ritmo próximo al 10%. ¡Cómo no admirar a quienes han conseguido que hasta los restaurantes tengan carta de aguas! Un éxito universal pues países como Francia, Estados Unidos o Alemania, en los que el agua de la red reúne todas las garantías, viven una dinámica similar. Pero arrecian las voces críticas mientras sus ciudades intentan lavar la mala imagen del agua de grifo. París, por ejemplo, los 22 de marzo (Día Mundial del Agua) regala, advirtiendo que no es perfume ni licor, Agua de Paris. Es, tan sólo, agua de grifo embotellada en un recipiente de vidrio diseñado por Pierre Cardin con la forma de la Torre Eiffel. También en España, es el caso de San Sebastián, se atisba algún ligero movimiento.
Campañas cargadas de razón por las ventajas ambientales que frente a la embotellada tiene el agua de grifo, en una comparación que recuerda la del transporte público con el privado. Nadie discute la racionalidad del primero que sólo puede ser cuestionado cuando no es de calidad porque el trayecto no es rentable. No es ese el caso del agua de la red que tiene a su favor la economía de escala y en contra la agresividad del rival y el peso de la historia. El ciudadano no está por asumir los costes que comporta llevarle hasta su casa agua de calidad, ni el gasto que requiere depurarla hasta devolverle su calidad inicial. No en vano el mejor reclamo del agua embotellada es su procedencia. Cuanto más alejada esté de todo núcleo urbano, mejor.
Tres son los peros ambientales a esta agua: gasto energético elevado (necesario para fabricar las botellas de plástico y transportar el agua hasta los puntos de consumo), los envases a reciclar y la baja eficiencia de los procesos de fabricación (se necesitan tres litros de agua para embotellar uno). No son peros menores. Con relación al primero, la energía, según estimaciones del Pacific Institute adaptadas a España y a falta de incluir el transporte, para fabricar las botellas de plástico cada año consumimos tres millones de barriles de petróleo y generamos cuatrocientas mil toneladas de dióxido de carbono.
Esta sociedad del pelotazo y del éxito fácil sólo piensa en el corto plazo. Y la política en general, y la del agua en particular, también. No se depura lo suficiente para frenar el progresivo deterioro de las masas de agua ni se renuevan las redes que la distribuyen. Por ello hay que recurrir a aljibes domésticos que, mientras en ellos el agua pierde energía y compromete su calidad, garantizan el venturoso futuro del agua embotellada en detrimento del bolsillo del ciudadano y del medio ambiente. Sin regulación nadie controla unos sistemas que envejecen. Habiendo evidenciado el mercado financiero los riesgos derivados de la falta de control sobre sistemas estratégicos, resulta difícil entender la actual pasividad. Porque ¿acaso no es más importante nuestra salud y la del entorno en que vivimos que el sistema bancario?
Pese a que nunca tan poco (la factura anual del agua de grifo es inferior a la mensual del teléfono móvil) aprovecharía para tanto, se olvida lo fundamental mientras se discute lo menor. (trasvase o desalación).
¿Por qué tanta reticencia a actualizar las tarifas hasta que posibiliten que estos sistemas alcancen estándares de calidad propios del siglo XXI? ¿Por qué no se apuesta por minimizar el gasto total del agua que beben los ciudadanos? ¿Por qué no se regula este servicio? ¿Por qué en épocas de crisis no ahorramos donde conviene, desde cualquier punto de vista, ahorrar? ¿Por qué, en fin, no se explica que el manejo sostenible del agua tiene un coste que, de acuerdo con la Directiva Marco del Agua, debe pagar el usuario a más tardar en el 2010? El déficit que tenemos en formación ambiental y en todo lo que conviene al futuro es, no hay duda, muy superior al de educación para la ciudadanía. Y claro, así nos va.
*Catedrático de Mecánica de Fluidos. Instituto Tecnológico del Agua. Universidad Politécnica de Valencia
|
|
|