En 1892, el gobernador de Tucumán, doctor Próspero García, dictó un decreto por el cual, a partir de un plazo de 20 días, prohibía a los dueños de ingenios azucareros de la provincia "derramar las vinazas y aguas servidas en los ríos, arroyos, acequias o manantiales", bajo pena de fuertes multas. Consideraba que esos derrames constituían "un serio peligro" para la higiene general.
Un mes más tarde, el Consejo de Higiene de la Provincia (equivalente al ministerio de Salud Pública actual) dirigió al doctor García una nota. Le informaba que creía haber "hallado una fórmula" para evitar los efectos dañosos de aquella contaminación. El Gobierno nombró entonces una comisión de expertos, integrada por el médico Tiburcio Padilla, el químico Miguel Lillo y el industrial Gustavo Whalberg, para que aconsejase sobre el criterio a seguir.
En el informe que los comisionados elevaron el 19 de diciembre de 1892, proponían un sistema que "no irrogase graves perjuicios a los propietarios de ingenios, ni entorpeciese la fabricación de alcoholes, que es una de las principales fuentes de riqueza de la provincia". Se trataba de obligar a los industriales a construir, "más o menos en el centro de cada propiedad", unos "depósitos o represas que tendrán una o más hectáreas de superficie, a las que serán arrojados los guarapos o vinazas". Las represas "deberán tener, a lo sumo, de 50 a 60 centímetros de profundidad".
La base del sistema era la destrucción de los elementos nocivos, "por medio de unos de los agentes higiénicos más activos: la evaporación por el aire y el sol", decían los comisionados. Mencionaban, como otro recurso posible, emplear las vinazas como riego, luego de "haberlas convertido en sustancias innocuas por un procedimiento químico". Pero esto era impracticable, pensaban, por el costo de las sustancias a emplear, y por lo difícil de una aplicación concreta, que conciliase "los intereses de la higiene pública con los de la industria". |
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