Este sábado, Totó la Momposina le cantó al río y de paso cerró el 'Festival del Río y la Vida' que desde el jueves anterior se tomó la ronda del Arzobispo.
"El evento nació en torno al proceso de recuperación. Es un llamado de atención para contarle a la ciudad que lo queremos mejorar para que todos lo podamos disfrutar", explicó María Fernanda Rojas, una de las promotoras del festival que reunió durante tres días a más de 3.000 mil personas que disfrutaron de una exposición fotográfica sobre el río, un concierto de la Sinfónica Juvenil y de múltiples talleres y conferencias realizadas en los barrios vecinos del afluente.
De la pureza a la contaminación
El Arzobispo es tal vez uno de los ríos más desafortunados de Bogotá.
Los ciudadanos de a pie, aquellos que desprevenidamente lo confunden con un caño y de paso le bajan su categoría natural, lo han convertido en lo que hoy es: un anónimo hilito de agua hedionda en permanente fuga de sí mismo.
Sin embargo, el Arzobispo fue para los bogotanos de principios del siglo XX un símbolo de orgullo. En él era posible pescar los capitanes del almuerzo y pasar en sus orillas largas y gratas horas de sano esparcimiento. De esto ya no queda nada.
EL TIEMPO hizo un recorrido desde su nacimiento en los cerros Orientales hasta su paso por la carrera 30 con calle 46 para comprobar, lo que para los vecinos de barrios tradicionales como La Soledad, Teusaquillo, Santa Teresita y Palermo, es una trasnochada realidad: el Arzobispo está en manos de los habitantes de la calle, de los dueños de puestos de comida y de reconocidos lavaderos de carros que hacen con él lo que se les antoja.
Por ejemplo, el puente ubicado en la calle 45 con carrera 24 y donde el río toma un nuevo aire para ir a caer en el canal Salitre, ha sido tomado por al menos 10 indigentes, que prenden sus fogatas para calentar a la gallada y hacen sus necesidades sobre la corriente.
"El otro problema que tenemos es que los peatonales que atraviesan el río son utilizados por los motociclistas. Sobre todo los que están ubicados entre la Caracas y la 17", explica indignado Juan Melgarejo, un vecino que hace parte de la Comisión Ambiental de Teusaquillo.
En su paso por el Parque Nacional, el Arzobispo pierde su inocencia. Sus aguas cristalinas son manchadas por los vertimientos industriales y por los desechos de los vendedores que ignoran el daño que le hacen.
Al llegar a la carrera Séptima con 39, el río, ya herido como un toro de lidia, no oculta su nobleza: saluda al hombrecito que desde hace 30 años vende tapetes de cuero en el puente de esa importante intersección.
En la carrera 13 se divide en dos brazos. Uno de ellos corre por debajo de esta vía, desviándose hacia el norte, para hacerse visible al lado de las escaleras del Edificio UGI y pasar sin pagar tiquete por entre un 'mar' de articulados de TransMilenio.
En el tramo comprendido entre la Caracas y la 17, el Arzobispo recibe una puñalada mortal. Los habitantes de la calle tienen convertida la canal que lo rodea en su baño privado. "Uno se aguanta la 'blandita' de los perros, pero no la de los cristianos", bromea una residente de Teusaquillo.
Agónico. Lejos de las montañas que lo vieron parir, el Arzobispo llega lesionado a la carrera 30 con calle 46, donde, desde los años 60 y por solicitud de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, recibe el nombre de Canal Salitre a la espera de su encuentro con el río Bogotá. |
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