SEÑOR DIRECTOR:
Esta sequía tan tenaz ha venido para recordarnos que somos habitantes de un planeta que no se enajena a nuestra voluntad. Tiene sus propios ritmos, su legalidad y tal vez su propio determinismo, aunque éste no integre la poquedad de nuestro saber.
La municipalidad avisa que el cuenco de la laguna Don Tomás, que desde unas décadas constituye el atractivo central del parque público del mismo nombre, va mostrando sus fondos y que ya no parece seguro que se pueda disponer de agua para el riego de calles. Propone una tarea de dragado, tanto para concentrar más lo que queda de agua como para mejorar la disponibilidad a la espera de las aguas de las lluvias que deberían llegar y que siempre son esperadas. También propone tareas de limpieza, pues el retiro de las aguas (su agotamiento) va dejando al descubierto restos de objetos y desperdicios de todo tipo, que han venido siendo arrojados para que la laguna haga el papel de las alfombras (que son tradicionalmente destinatarias de esa basura que "no hay tiempo" de sacar en las casas particulares y en las oficinas públicas).
No hay mayor novedad en el proceso de desecación de la laguna que lleva el nombre del fundador de Santa Rosa. He contado mi propia experiencia de cruzar esos terrenos con la laguna seca o reducida a pequeños y aislados espejos, en los tiempos anteriores al asfalto urbano, cuando los espacios inmediatos estaban poblados por ranchos y chozas de lo que era conocido como El Salitral. Aquello era extramuros, digámoslo así aunque Santa Rosa nunca tuvo muros ni murallas que la separasen de "lo otro". Para la época de su fundación la humanidad había gestado muros más sutiles para marcar distancias y exclusiones. Nada permite pensar que don Tomás fuera un soñador, pero es posible creer que él, al levantar el edificio principal de La Malvina, haya buscado disponer de un espacio bendecido por el agua en una pampa resignada a las sequías periódicas, a los vientos insidiosos y a las arenas tornadizas. Digo que no hay mayor novedad en el estado actual de nuestra laguna porque se ha visto cómo han estado desapareciendo, una tras otra, las que surgieron en el más reciente período de grandes lluvias. La duda que tienen los más veteranos de nuestros pobladores es si las lluvias llegarán a tiempo para salvar lo que sobreviva en estos campos y antes de que todas las lagunas hayan terminado de extinguirse. Estamos en un suelo y un ambiente natural que marca límites e impone condiciones. Algunos ruralistas se han empeñado hasta último momento, en su apuesta política para las elecciones del pasado domingo, en sostener que la culpa es del gobierno de turno, cuando lo racional ha sido y sigue siendo admitir la responsabilidad colectiva. Olvidamos con excesiva facilidad el condicionamiento que impone la naturaleza y que éstas no son las tierras de la pampa húmeda ni tienen alguna aproximación a la utopía del jardín del Edén, salvo para quien aprende a apreciar la belleza humilde de los sitios donde hay veneros o en los que, en etapas lluviosas, se instalan lagunas, llega la avifauna y estalla el verdor. Y contamos también con la raigambre emocional de lo que la tenacidad del trabajo ha sabido construir como espacios acogedores que revelan qué es lo que se puede lograr en el marco tan exigente de nuestra naturaleza. Nuestros vates del oeste más árido y más cruel (los únicos que hemos tenido hasta ahora) han sabido dar cuenta de esa conciliación con lo hostil y la relación integradora que se produce entre el poblador y su ambiente.
Lo que se observa en los centros urbanos (al menos, en los de mayor población) es una suerte de indiferencia por el acontecer natural, como si eso fuese cosa ajena. Es cierto que el proceso social ha hecho que las más de las personas vivan sin contacto directo y cotidiano con el suelo, pero el problema no es sólo rural aunque se demore más en manifestarse.
Atentamente:
JOTAVE |
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