EN semanas recientes, la televisión y los medios gráficos han mostrado una sobrecogedora imagen de importantes regiones oscurecidas, en pleno día, por el polvo que arrastraba el viento en campos resecos, desnudos, después de tres años de desoladora sequía. Mucho más que el daño a los cultivos o la mortandad de ganado, en sí mismos muy trascendentes, lo que ocurre es una formidable pérdida de valor de nuestro capital más preciado, la tierra fértil. Una corta frase, reiteradamente expresada por el norteamericano Hugh Hammond Bennet, considerado el padre de la conservación de los suelos de EE.UU. y del mundo, lo dice todo: "Una fina capa de la superficie del suelo es lo que yace entre nosotros y el desastre". Y esa capa es la que aquí está volando en la atmósfera, barrida por el viento con destino incierto e inútil, muy a menudo hacia el océano que nos rodea.
El hecho no es nuevo, aunque en el caso presente es de una intensidad que registra pocos antecedentes. Tres son los fenómenos lesivos de la capacidad productiva de nuestros suelos, a saber: la erosión eólica, que estamos viviendo con la intensidad antedicha; la hídrica, por el efecto de arrastre del suelo, agravado en casos de topografía irregular, y la provocada por la salinización en las zonas de regadío. Todas ellas han tenido lugar desde el nacimiento de la producción rural aquí y en el mundo.
Una experiencia inigualable al respecto ocurrió en EE.UU. durante la década de 1930 en las planicies centrales del país, con motivo de una larga sequía en el contexto de un monocultivo de trigo con métodos de labranza inadecuados. De pronto, en medio de fuertes vientos se formaron inmensas y densas nubes de polvo que cubrieron buena parte de las viviendas, soterraron automóviles y maquinarias y obligaron a los pobladores a sellar sus puertas y ventanas para sobrevivir. Se le llamó el Dust Bowl, Cuenca de Polvo en español, expresado habitualmente con mayúscula por considerarlo un desastre ecológico no conocido hasta entonces en este sector, y tampoco después.
Tal fue la situación emergente que gran cantidad de propiedades rurales fueron abandonadas, dando lugar a una emigración masiva hacia otros estados, del orden de los tres millones de personas. Una famosa novela titulada Viñas de ira , del escritor John Steinbeck, llevada al cine, dio testimonio de aquella masiva y trágica migración. El entonces presidente Franklin Roosevelt, bajo cuya administración tuvo lugar el famoso New Deal , decidió crear una rama de su administración destinada al desarrollo de programas conservacionistas, a cuyo frente puso al ya mencionado Hugh Bennet.
Se plantaron 200 millones de árboles, se crearon cuerpos especializados en la lucha contra la erosión, conducidos por expertos profesionales, se impulsaron sistemas de labranza amigables con el suelo, se propició la rotación de los cultivos, se sembraron pastizales y se desarrollaron sistemas de pastoreo, todo ello con adecuados recursos del erario público. Hoy, el farm bill , la ley agrícola norteamericana, mantiene programas de conservación en zonas de riesgo de erosión.
En nuestro país la preocupación por la conservación de los suelos cobró impulso con la fundación del INTA, en 1956, y de los grupos Crea, a partir de 1957, actualmente con 192 grupos activos que cubren 4 millones de hectáreas. En estas instituciones brillaron los ingenieros agrónomos Guillermo Covas y Jorge Molina, quien, con la participación de Carlos Sauberan, creó la Asociación de Amigos del Suelo. Sus ideas y las de quienes los acompañaron y sucedieron dieron lugar a un impetuoso movimiento representado por la Asociación Argentina de Productores de Siembra Directa (Aapresid), destinada a perfeccionar y difundir el sistema de siembra directa, consistente en una modificación de los métodos de labranza basados en incorporar los rastrojos al suelo de manera de lograr la formación de humus, componente vitalizador del suelo.
La complementación de la siembra directa con la rotación de los cultivos y su fertilización ha obtenido ganancias sustanciales de rendimientos, reducción de costos y mayor retención de la humedad, factor decisivo en épocas de sequía. En los relativamente pocos años desde la fundación de esta entidad se ha logrado cubrir, con este sistema, unas 25 millones de hectáreas de cereales y oleaginosas, de las 30 millones que se cultivan en el país. La siembra directa ha desterrado el uso del tradicional arado, transformado virtualmente en una pieza de museo.
Lo que estamos viendo hoy en los campos del extremo sur bonaerense es la transformación de un suelo de por sí frágil en médanos, verdaderos desiertos donde esa fina capa de suelo fértil desapareció. La arena subyacente arrastrada por el viento se fue acumulando ante cualquier obstáculo, por ejemplo los alambrados, que entonces dejaron de cumplir esa función, permitiendo el paso de animales de un potrero a otro, vagando en busca de alimentos que habitualmente no encuentran. El partido de Patagones, poblado anteriormente con 490.000 cabezas vacunas, aloja hoy sólo 170.000. La diferencia migró hacia otras regiones, alimentó la faena o bien murió en su desesperada búsqueda de alimentos o agua para beber. No se limita a esta región el descalabro comentado. En la provincia de Córdoba, el lecho seco del lago San Roque es motivo de variadas actividades deportivas. El polvo vuela también en una vasta zona cordobesa, en el oeste bonaerense y también en La Pampa y el norte patagónico.
El cambio climático sería la causa de alteraciones del régimen de lluvias, acompañadas por frecuentes granizadas, de cambios de las temperaturas reinantes y de la fuerza de los vientos transformados en armas destructivas. Lo más arriba descripto no es sin embargo novedoso, como lo muestra el Dust Bowl o, entre otras, las erosiones que describió Florentino Ameghino en Sequías e inundaciones en la provincia de Buenos Aires. O también la expansión de los desiertos que pueblan el planeta, como es, por ejemplo, el caso de la expansión del Sahara, fruto amargo de la insensata actividad de sus pobladores. Se verá si la Conferencia del Cambio Climático aporta esperanzas de frenar los desequilibrios mencionados.
Sea como fuere, resulta imperativo detener la devastación de nuestros suelos, haciendo, a nuestra manera, con métodos e ideas propios, lo que hizo el gran país americano hace tres cuartos de siglo. La desoladora experiencia que azotó a esa nación no sólo sirvió a ese país, sino a todos en el mundo. El formidable capital que representa nuestra tierra no puede quedar expuesto a la reiteración e intensificación de tormentas y meteoros que se llevan esa invalorable riqueza. El Estado y los privados deben ser socios de este convocante esfuerzo conservacionista y reparador de lo dañado por esta sequía, por otras anteriores y por desacertadas e indiferentes actitudes del pasado.
Los productores están mostrando, en Crea y Aapresid, su voluntad y esfuerzo. El INTA también. El Estado tiene obligaciones adicionales. Por un lado, deberá disponer de programas de conservación dotados de importantes recursos humanos y económicos para situaciones de emergencia, que hasta ahora han sido insuficientes y pobremente administrados. Por otro, el Gobierno deberá recomponer su relación con los productores, abandonando actitudes confrontativas y excesos tributarios que en nada contribuyen a la armonía indispensable para el desempeño de una organización de fines tan importantes como los mencionados. © La Nacion
El autor es miembro de la Academia de Agronomía y Veterinaria
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