En Villa Aguirre, el sol del mediodía raja las calles de tierra y el viento levanta una brisa de polvo caliente. Desde Darragueira, dos pibes observan la vera del arroyo Langueyú, donde las bolsas de residuos flotan como si fuesen fantasmas atrapados en el agua amarronada. También hay ruedas atascadas en el musgo y metales entre los pastizales. Los pibes andan de ojotas y mallas, vendiendo relojes de plástico en un tapper de helados. Pero detienen su tarea para observar la orilla de su propio barrio. “Esta lleno de basura, es un asco” comentan entre sí, esquivando los yuyales que, tras el desborde del arroyo, quedaron desperdigados sobre la calle. Más allá de eso, su recreo es un segundo. “Señor, ¿no quiere un reloj?” le ofrecen al fotógrafo que registra la escena, “mirá qué buenos están, eh, quince pesos nomás”, agrega el joven petiso, pelo de carpincho y sonrisa socarrona.
Mientras, en su casa de Darragueira al 2000, Daniela cocina, dice que su marido está por llegar de trabajar en cualquier momento. En su comedor, de piso de cemento y paredes humedecidas, un aroma a tuco embadurna el ambiente. Hace tiempo que convive a metros del arroyo, se podría decir que está acostumbrada. “Lo que pasa con el arroyo es que atrae a las moscas y mosquitos todo el verano” comenta Daniela, antes de mostrar su trampa artesanal para insectos: un posaplatos de plástico verde ungido con veneno. El artefacto es simple y sumamente eficaz. Sobre el fondo del recipiente, yacen muertas cientos de moscas que son sólo una camada de tantas surgidas del arroyo.
Luego, Emilio, de bastón y ojos transparentes, señala el matorral que tiene como paisaje en frente a su casa de Pasteur al 1600. “Al atardecer hay enjambres de mosquitos sobre los pastizales. Eso es un posible foco de dengue” afirma mientras, a su lado, un ternero pasta con total tranquilidad. “El otro día vinieron a limpiar el barrio la Municipalidad y los militares. Se llevaron tarros y otras cosas. Pero el problema está en el arroyo y las cloacas. Hace años reclamamos que las cloacas se desbordan y el agua llega a las casas” explica Emilio con la claridad de quien lo sufre en carne propia. Lo paradójico es que, en la lista de sus necesidades, el tendido de red cloacal es primordial, al igual que el acceso a la conexión de agua corriente y luz eléctrica que solicitaron en reiteradas ocasiones.
Según testimonia Emilio, el operativo municipal “Cuidemos nuestros barrios”, que se llevó a cabo con camiones del Ejército, vehículos de apoyo y un grupo de voluntarios a pie, sólo se limitó a extraer elementos hogareños y otros objetos en desuso donde se pudiera almacenar el agua. Sin embargo, “estos trabajos no alcanzan para prevenir del dengue”, ya que el contaminado arroyo Langueyú sigue actuando como incubadora de larvas al aire libre.
Así, en el barrio, el calor se hace sentir. Una camioneta destartalada atraviesa las calles. Su andar es ruidoso, oxidado, casi de hojalata. Cuando se aleja, vuelve el lejano sonido de una cumbia. Entonces Vanesa, domiciliada en Darragueira al 2500, surge del interior de su casa, vistiendo una musculosa negra y unos shorts azules. “Si vieras el olor del arroyo a la mañana bien temprano, desagradable. Además, está lleno de ratas que se meten en las casas de la gente” reclama con las palabras justas, las de la necesidad.
Son casi la una del mediodía. Cuando la brisa deje de soplar, el sol arderá inclemente. La esquina de Darragueira y Pasteur entonces volverá a ser un desierto de pastizales y vahos, mientras los fantasmas de polietileno sigan flotando en el cauce de las aguas turbias.
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