Pasados por agua y víctimas de diversos y graves inconvenientes, los habitantes de la región metropolitana en general, y los porteños en particular, suplican por una tregua, más o menos prolongada, en la secuencia de tormentas que con sus irritantes efectos los viene castigando desde el 15 del mes actual. Tres tormentas intensas en tan sólo ocho días permiten concluir que la ciudad sigue sin estar preparada para soportar fenómenos meteorológicos fuera de lo común.
En realidad, lo ocurrido sólo sorprendió a los desprevenidos, incluso el Servicio Meteorológico Nacional, que admitió haber asistido boquiabierto a la veloz generación y caída de la primera tormenta de esta serie. Es que desde hace casi medio siglo, y no menos de dos veces por año, según tienen presente los memoriosos, diversos sectores de la Capital Federal son cubiertos por el agua apenas llueve con cierta intensidad.
A las múltiples calles cubiertas por las aguas y los comercios y viviendas particulares anegados se agregaron el deterioro de los mobiliarios y artefactos domésticos, las pérdidas de los comercios cuyas mercancías y otros contenidos fueron dañados por el agua, las molestias de los peatones, los atascamientos del tránsito y los cortes prolongados de energía eléctrica en perjuicio de muchos miles de usuarios.
La inocultable antigüedad de muchos componentes de sus redes de desagüe le impone a la ciudad de Buenos Aires echarse a temblar no bien los pluviómetros señalan que la lluvia supera la marca de 30 milímetros en menos de una hora. Pero no es cuestión de limitarse a imputarles a las autoridades los saldos negativos provocados por esas inquietudes. No bastará con dotar de aliviadores el arroyo Maldonado, que no bien colma su conducto subterráneo se desborda por la avenida Juan B. Justo. Habrá que revertir, asimismo, omisiones que vienen de lejos, y retrasos y postergaciones de las obras tendientes a contener los excesos de los otros cursos acuáticos yacentes en el subsuelo porteño. También sería menester revisar, a la luz de esta grave situación actual, el vigente Plan Director de Emergencias de la ciudad de Buenos Aires porque, tal vez, sus previsiones son insuficientes para atender alternativas de esta magnitud.
Aceptando que las obras anunciadas concluyan en los tiempos previstos, habría que pensar si hasta entonces no podrían encararse soluciones parciales que mejoraran la calidad de vida de los ciudadanos afectados. Desde construir pasarelas o puentes provisionales en las áreas críticas, para facilitar el desplazamiento de los transeúntes, hasta simplificar las exigencias de los subsidios y las indemnizaciones a los afectados. También, contar con unidades móviles especiales para desplazarse en las zonas anegadas (las ambulancias del SAME no podían llegar a los lugares inundados), patrullas disponibles que efectivamente ayuden a los afectados y que ordenen el tránsito, mecanismos de limpieza permanente de los sumideros y hasta limitaciones a emprendimientos inmobiliarios abusivos.
También sería imprescindible que se hiciese carne en los vecinos de la ciudad la necesidad de corregir las inconductas cívicas habituales. Sin vueltas, la ciudad está sucia, como se puede verificar a simple vista y a cualquier hora. Padece bajo una increíble capa de desperdicios de toda índole que, apenas llueve, obturan las bocas de desagote e incrementan el caudal de los torrentes callejeros.
Si entre todos, gobernantes y gobernados, no nos esforzamos por empezar a trabajar y colaborar al respecto, ya no tendrán sentido las protestas, las explicaciones y ni siquiera los subsidios.
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