Hace décadas que en las universidades existen cursos sobre evaluación de proyectos de inversión como un ingrediente de cualquier intento de planificación de la actividad económica, principalmente la estatal. Estos procuran contestar el interrogante básico de la asignación del gasto entre múltiples fines que compiten por recursos fiscales, siempre escasos, para satisfacer las demandas colectivas sobre las disponibilidades presupuestarias. El interrogante es “¿cómo maximizar el aporte al bienestar colectivo de un acotado programa de inversiones y gasto público?”. Incluso en el mundo socialista, ya bien al final de esta experiencia colectivista se comenzó a prestar atención a teóricos como Liberman y Kantorovich, que también intentaron contestar este interrogante. La Cepal prestó mucha atención a esta cuestión desde la década del cincuenta, cuando el economista Julio Melnick editó el recordado “Manual para la preparación y evaluación de los proyectos de inversión”; por décadas tanto la Cepal como el BID y el BM organizaron cursos en toda la América Latina difundiendo las técnicas requeridas para optimizar los procesos de inversión pública, procurando así maximizar la contribución positiva por unidad de gasto. Es decir, sacarle el jugo a la inversión pública, eligiendo y diseñando los mejores proyectos, no sólo en infraestructura, como energía, transporte, saneamiento, sino también en inversión social como educación y salud. En la evaluación de estos proyectos se utilizan varias metodologías que procuran maximizar el valor presente neto de la inversión, mientras en algunos casos se procura seleccionar el conjunto “óptimo” de proyectos que son capaces de generar el mismo nivel de beneficios al “mínimo costo”. Por eso fue una buena iniciativa de la Secretaria de Energía de la Nación realizar, en el año 2006, el trabajo titulado “Evaluación Expeditiva de Aprovechamientos Hidroeléctricos” editado por Emprendimientos Energéticos Binacionales S.A, ente público dependiente de la cartera energética. Un excelente informe que analiza toda la información disponible sobre 30 proyectos hidroeléctricos (no incluye los binacionales). Uno de los resultados de este informe es la denominada “calificación económica” de estos proyectos, estableciendo un orden de mérito según el costo unitario de la energía generada por el proyecto analizado. Es así como el proyecto La Elena, ubicado en el Río Carrenieufú en Chubut, aparece encabezando el ranking con un costo estimado de u$s 25,38 por MWh. En segundo lugar aparece el aprovechamiento El Seguro sobre el Río Grande en Mendoza, con un costo de u$s 32,32. Le sigue en tercer lugar el proyecto hidroeléctrico Talhelum, sobre el Río Aluminé en Neuquén con un costo de u$s 32,66. Muy abajo en este ordenamiento de prioridades de inversión, recién en el lugar 23 aparece Condor Cliff sobre el Río Santa Cruz con un costo, según este informe de la Secretaria de Energía, de u$s 62,22 (es decir alrededor de 150% más caro que el mejor proyecto). El otro proyecto sobre el Río Santa Cruz, denominado La Barrancosa muestra un costo aún mayor por MWh ya que trepa a u$s 76, es decir 200% más caro. El caso es que el gobierno nacional injustificadamente apoya con el 70% el financiamiento de estos dos proyectos que ahora encara el gobierno provincial de Santa Cruz. Llama la atención que en el Gobierno Nacional no le hayan prestado atención al ordenamiento prioritario preparado por su propia Secretaria de Energía, que utilizo en este ordenamiento los principios elementales del análisis de costo-beneficio, propios de la tradicional evaluación de proyectos de inversión. La inversión proyectada en estos dos grandes proyectos hidroeléctricos es insensata, ya que con su enorme sobrecosto sobrarían fondos para hacer varios buenos emprendimientos hidroeléctricos en Mendoza, Chubut y Neuquén. Tendríamos así el mismo aporte a la disponibilidad energética, pero a mucho menos costo, liberando significativos recursos para más inversiones en otras áreas. Insistir en proyectos costosos de nula prioridad podrá ser bueno para unos pocos, (consultores, gestores, financistas y constructores) pero es malo para el contribuyente y peor para el usuario que tendrá que pagar mayores tarifas eléctricas. No olvidemos que estas obras, por su largo período de construcción de más de cinco años, deberán ser financiadas y afrontada por los próximos dos gobiernos nacionales. Finalmente, es cierto que nunca hay que dudar a priori de la honestidad de nuestros hombres de gobierno, pero ellos tienen la obligación ética de no dar lugar a dudas acerca de su comportamiento. La ausencia de corrupción no parece ser compatible con decisiones infundadas que malgastan el esfuerzo tributario de la gente.
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