“Yo quiero que cumplan. Mucho socialismo, pero estamos cada vez peor.” Pedro Ayuy Astudillo repasa su historia y cuenta la puja con el gobierno ecuatoriano. Cincuenta y siete años, piel curtida por el sol, nacionalidad shuar, ex policía. Exige, ante todo, trabajo. “Y que no exploten nuestras tierras, ni saquen petróleo, ni minerales ni contaminen el agua.”
El diálogo con el gobierno está roto. Como dos antiguos amantes, Rafael Correa y las organizaciones indígenas, antes aliadas, no logran ponerse de acuerdo. La semana pasada y ésta también, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) se movilizó para exigir que no se privatizara el recurso hídrico con la aprobación de la nueva ley de Aguas que está tratando la Asamblea Legislativa Nacional. Poco importó que el presidente de la misma, el oficialista Fernando Cordero, anunciara que no permitirán la aprobación de una normativa privatista que “violaría la Constitución”, ni que el vicepresidente, Lenín Moreno, pidiera recuperar el diálogo.
La sospecha, cada vez con más certeza, es que el campo popular indígena es manipulado por sectores tradicionalmente opositores a sus intereses, de la derecha conservadora y organizaciones ecologistas. Así lo entiende María del Carmen Garcés, investigadora, escritora y luchadora social, que compara –“aunque salvando las distancias entre Salvador Allende y Correa”– las huelgas en las minas del Teniente en el antiguo Chile socialista y los actuales levantamientos indígenas en Ecuador. “La derecha, antes o ahora, allá o acá, infiltra a las organizaciones populares usando la misma estrategia.”
Desde hace meses, la ruptura del diálogo es la base para los intentos seductores de la derecha local. Sobre todo en Guayaquil, ciudad comandada por el opositor Jaime Nebot, donde a fines de marzo se juntaron la Conaie con la derechista Junta Cívica. Aunque los representantes indígenas descartaron alianzas y se arrepintieron por la reunión –al punto de anunciar “purgas” internas–, quedó evidenciada la estrategia opositora.
Pero hay que llegar al Oriente ecuatoriano para ver cómo viven y qué exigen los indígenas, antes aliados y hoy fervientes opositores.
La historia de Ayuy Astudillo resume la de cada indígena ecuatoriano que coexiste con los “colonos”, como llaman a los que habitan en las ciudades. Vive en Sevilla, cerca de Macas, provincia de Morona Santiago, donde treinta mil personas de origen shuar aún viven de la caza y la agricultura. “Con lo justo, pero no falta la comida”, dice orgulloso.
Reconocen la plurinacionalidad otorgada por la última Constitución, pero creen que su vida no mejoró. Por eso la confrontación con quien, hasta hace poco, parecía venir a cambiar su situación de eternamente postergados.
La casa de madera de los Ayuy Astudillo es como todas en Sevilla: baja y rústica. La de ellos, además, no tiene ventanas. Ahí otra queja: quieren obras, infraestructura y créditos. “Hay planes, pero no remedian nada con casas de seis por seis.”
La Revolución Ciudadana, anunciada en cada cartel de la ruta que une a Macas y Sevilla, parece no llegar allí. Queda a mitad de camino. Aunque la ruta es nueva y ha ayudado a reconstruir la comunicación del Oriente ecuatoriano.
El enojo con Correa involucra hasta su vehemencia al hablar. Las necesidades sustentan sus quejas. Viven sin agua, con luz ocasional, sin cloacas, sin gas natural. Sin ventanas. Aun así les cuesta expresar lo que precisan. Allí nomás, detrás del monte, viven en la selva amazónica más de 85 comunidades. “El médico viene dos horas al día, los fines de semana no hay, así que no podemos enfermarnos”, suelta otra queja Ayu.
No todos están seguros de los métodos de lucha. “Yo apoyo el levantamiento, pero pacífico”, responde el dueño de casa, con resabios de su antiguo empleo: recibe 580 dólares de pensión y no quiere que se enfrenten sus dos grupos, indígenas y policías.
Sobre la reunión con la derecha, Ayuy es claro: “Los rechazo porque siempre nos discriminaron”. Garcés tampoco lo comprende: “Es inexplicable, la derecha siempre los discriminó y ahora los usa”. Y redobla la apuesta contra el discurso ecologista de las ONG internacionales “que fogonean a los indígenas”. Ella adscribe a las teorías del ensayista argentino Jorge Orduna, autor de dos polémicos libros: Eco fascismo y ONG: las mentiras de la ayuda, en los que explica la relación entre el interés por la ecología y la continuación del dominio a través del no desarrollo local.
Más al norte en el Oriente, en Misahualli, plena selva amazónica en la provincia de Napo, se encuentra la comunidad quechua Shiripuno. Allí han llegado las ONG ecologistas: antes cultivaban y cazaban su alimento, ahora cultivan poco, compran el resto y ya no cazan: son ecologistas y viven del turismo comunitario sustentable.
La modernísima idea de respeto a la tradición ancestral de la Pachamama llegó a Misahualli de la mano de dos organizaciones francesas –Planete Coeur y Coup de Mains–. No llegaron solas: el hijo pródigo y líder de la tribu, Teodoro Rivadeneyra, estudió en Inglaterra. Es biólogo, guía de turismo e hizo los lazos con la vieja Europa.
En Shiripuno hay cabañas para que el turista experimente la tradición indígena. Fueron hechas con ayuda de voluntarios franceses, que aún pululan por allí. Parece un lugar salido del tiempo, donde no entrara la política. En Shiripuno resuelven su existencia sin dañar la tierra. En otras partes, como en Sevilla, aún reina el pedido de trabajo al soberano. En ambos sitios se vive de la naturaleza y exigen su no explotación.
La historia de Ecuador marca otra cosa. “Hace cuarenta años que están las empresas extranjeras. Sería bueno que lo hiciera el Estado”, suelta Garcés. Los indígenas siguen la puja y, aunque fallaron los levantamientos de marzo, prometen más movilizaciones.
En un comunicado de la delegación de la Conaie que participó del Noveno Foro Permanente de la ONU en Nueva York la última semana de abril, denuncian la “violación a los derechos de los pueblos indígenas” y acusan al ministro de Recursos Naturales, Wilson Pastor Morris, de defender la “economía extractiva neoliberal”.
La tensión amenaza con seguir. En última instancia, la paradoja es propia de la existencia indígena: son la tradición viva de sus ancestros, conservadores por antonomasia y, a la vez, punta de lanza de las causas progresistas del nuevo milenio. Aunque, según algunas voces, sirvan de respaldo a intereses extranjeros y a la derecha vernácula. |
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