El descubrimiento, en aguas de Malvinas, de existencias de petróleo cuya extracción y comercialización son presuntamente viables, ha disparado la reacción oficial, así como de diversos círculos políticos y de algunos sectores de la opinión pública.
En esencia, esta reacción consiste en enfatizar el reclamo de soberanía, rechazar las actividades de exploración denunciándolas como ilegales, e iniciar una ofensiva diplomática contra ellas.
Bien miradas las cosas, se trata de un ejercicio que supone que su efectividad reside en el énfasis: gritar más fuerte cuando ya se gritaba fuerte, exigir más intensamente cuando ya se exigía intensamente, afirmar más nuestros derechos cuando esta afirmación es moneda corriente de nuestra política exterior.
No sugeriré aquí que se trata de una típica sobreactuación del impotente, porque nadie puede asegurar que no vaya a tener un efecto tangible sobre la cuestión, desalentando, por ejemplo, a las empresas interesadas en invertir en la zona (aunque yo lo dudo). Por otra parte, podría haber una política peor, más agresiva -no faltan quienes la propongan- y, en ese sentido, al menos, es bueno que nos limitemos al (intenso) pataleo. De lo que sí estoy seguro es de que este pataleo está lejos de ser nuestra mejor política.
Para empezar, necesitamos entender por qué hemos llegado a la presente situación. Ella no puede ser entendida, sino como una consecuencia de haber extraviado en los últimos años el camino hacia la cooperación multidimensional con británicos e isleños que, de modo vacilante, se fue abriendo desde recuperada la democracia. Avanzar en ese camino requería el uso de dos llaves maestras: el paraguas de soberanía y el reconocimiento de los isleños como sujetos con intereses y deseos. La Argentina avanzó, en distintos momentos, en ambas cuestiones, pero luego denunció estas políticas y prefirió regresar netamente a la ortodoxia malvinera tradicional. El resultado no podía ser otro que el de un escenario dominado por el conflicto, lo que abrió paso a las acciones unilaterales de británicos y malvinenses.
Los frutos están a la vista: lo que se denuncia hoy como política de hechos consumados sería impensable de haber imperado la cooperación multidimensional con el paraguas de soberanía y el reconocimiento de los isleños como pilares.
Todavía no es demasiado tarde para esa política, que requeriría dejar definitivamente atrás la ortodoxia malvinera, en una mutación que la opinión pública está, a mi juicio, en condiciones de acompañar.
Mientras tanto, el peligro mayor es el que podemos hacernos a nosotros mismos, si permitiéramos que ante la nueva situación el reclamo saliera de su cauce diplomático y se convirtiera (como otras veces) en una querella política y cultural, haciendo flamear la causa nacional de las Malvinas.
La Argentina tiene una tarea ardua por delante si quiere recuperar un lugar aceptable en el mundo; lo peor que podría hacer es conjurar viejos fantasmas conocidos: envenenarse con el sentimiento del despojo, abrir el espíritu al victimismo, regodearse con la sensación de estar siendo objeto de una injusticia.
El autor es investigador del Conicet y miembro del Club Político Argentino.
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