Las culturas que no reconocen que la vida humana y el mundo natural tienen una dimensión sagrada, un valor intrínseco que va más allá del valor monetario, se canibalizan hasta morir. Explotan de manera implacable el mundo natural y a los miembros de su sociedad en nombre del progreso hasta el agotamiento o el colapso, ciegas a la furia de su propia autodestrucción. El vertido de petróleo en el Golfo de México, que se estima que puede ser de hasta 100.000 barriles diarios, forma parte de nuestra demencial marcha hacia la muerte. Es un golpe más suministrado por el Estado corporativo, el trueque de vida por oro. Pero en este caso el colapso, cuando tenga lugar, no será confinado a la geografía de una civilización decadente. Será global.
Los que realizan este genocidio global -hombres como el director ejecutivo de BP Tony Hayward, quien nos asegura que “el Golfo de México es un océano muy grande, la cantidad de petróleo y dispersante que estamos introduciendo es ínfima en relación con el volumen total de agua”– son, para usar una línea de Ward Churchill: “pequeños Eichmann”. Sirven a Tánatos, las fuerzas de la muerte, el instinto sombrío que Sigmund Freud identificó dentro de los seres humanos que nos lleva a aniquilar todas las cosas vivientes, incluidos nosotros mismos. Esos individuos deformes carecen de la capacidad de empatía. Son al mismo tiempo banales y peligrosos. Poseen la capacidad peculiar de organizar vastas burocracias destructivas y sin embargo mantenerse ciegos ante las ramificaciones. La muerte que expenden, sea en los contaminantes y carcinógenos que han convertido el cáncer en una epidemia, la zona de la muerte que se crea rápidamente en el Golfo de México, los campos de hielo polares que se derriten o las muertes durante el año pasado de 45.000 estadounidenses que no se pudieron permitir una atención sanitaria adecuada, forman parte del frío y racional intercambio de vida por dinero.
Las corporaciones, y los que las dirigen, consumen, contaminan, oprimen y matan. Los pequeños Eichmann que las dirigen residen en un universo paralelo de asombrosa riqueza, lujo y espléndido aislamiento que rivaliza con el de la corte de Versalles. La elite, protegida y enriquecida, sigue prosperando incluso mientras el resto de nosotros y el mundo natural comienzan a morir. Son insensibles. Extraerán la última gota de ganancias de nosotros hasta que no quede nada. Y nuestras escuelas de administración de empresas y universidades elitistas producen como salchichas decenas de miles de esos administradores de sistemas sordos, mudos y ciegos que han sido dotados de sofisticadas pericias de administración y de la incapacidad de tener sentido común y sentir compasión o remordimiento. Esos tecnócratas confunden el arte de la manipulación con el conocimiento.
“Mientras uno más lo escuchaba, más obvio se hacía que su incapacidad de hablar estaba estrechamente ligada a una incapacidad de pensar, es decir, de pensar desde el punto de vista del otro,” escribió Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén. “Ninguna comunicación era posible con él, no porque mentía sino porque estaba rodeado por la más fiable de todas las salvaguardas contra palabras y la presencia de otros, y por lo tanto contra la realidad como tal.”
Nuestra clase dirigente de tecnócratas, como señala John Ralston Saul, es efectivamente indocta. “Uno de los motivos por los que es incapaz de reconocer la relación necesaria entre el poder y la moralidad es que las tradiciones morales son el producto de la civilización y él tiene poco conocimiento de su propia civilización”, escribe Saul hablando del tecnócrata. Saul llama a esos tecnócratas “hedonistas del poder”, y advierte que su “obsesión con estructuras y su incapacidad o falta de disposición a asociarlas con el bien público convierten ese poder en una fuerza abstracta que funciona, las más de las veces, de maneras distintas de las necesidades reales de un mundo dolorosamente real”.
BP, que tuvo 6.100 millones de dólares en ganancias en el primer trimestre de este año, nunca obtuvo permisos de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica. La protección del ecosistema no importaba. Pero BP de ninguna manera está sola. La perforación con una extrema indiferencia hacia el ecosistema es una práctica común de las compañías petroleras, según un informe en The New York Times. Nuestro Estado corporativo ha aniquilado la regulación medioambiental con tanta tenacidad como la empleada en la aniquilación de la regulación financiera y del habeas corpus. Las corporaciones no distinguen entre nuestro empobrecimiento personal y el empobrecimiento del ecosistema que sustenta a la especie humana. Y el abuso, de nosotros y del mundo natural, es tan incontrolado bajo Barack Obama como lo fue bajo George W. Bush. La personalidad de marca que se encuentra en la Casa Blanca es un títere, una cara utilizada para enmascarar un sistema insidioso bajo el cual nosotros como ciudadanos hemos sido privados de poder y bajo el cual nos convertimos, junto con el mundo natural, en daño colateral. Como lo entendió Karl Marx, el capitalismo desinhibido es una fuerza revolucionaria. Y esa fuerza nos está consumiendo.
Karl Polanyi en su libro La gran transformación, escrito en 1944, planteó las devastadoras consecuencias –depresiones, guerras y totalitarismo– que surgen del llamado mercado libre autorregulado. Comprendió que “el fascismo, como el socialismo, estaba enraizado en una sociedad de mercado que se negaba a funcionar”. Advirtió que un sistema financiero siempre degenera, sin un fuerte control gubernamental, en un capitalismo mafioso –y en un sistema político mafioso– lo que es una buena descripción de nuestro gobierno corporativo. Polanyi advirtió de que cuando la naturaleza y los seres humanos son objetos cuyo valor es determinado por el mercado, los seres humanos y la naturaleza son destruidos. Los excesos especulativos y la creciente desigualdad, escribió, siempre dinamitan el fundamento para una prosperidad continua y aseguran “la demolición de la sociedad”.
“Al desechar el poder del trabajo de un hombre el sistema desecha, dicho sea de paso, la entidad física, psicológica y moral del ‘hombre’ asociada con esa etiqueta”, escribió Polanyi. “Despojados del revestimiento protector de instituciones culturales, los seres humanos perecerían por los efectos de la exposición social; morirían como víctimas de la desarticulación social aguda a través del vicio, la perversión, el crimen y el hambre. La naturaleza sería reducida a sus elementos, vecindarios y paisajes dañados, ríos contaminados, la seguridad militar puesta en peligro, el poder de producir alimentos y materias primas destruido. Finalmente, la administración de mercado del poder adquisitivo liquidaría periódicamente la iniciativa empresarial, ya que las escaseces y los excesos de dinero serían tan desastrosos para los negocios como las inundaciones y sequías en la sociedad primitiva. Sin lugar a dudas, los mercados laboral, de tierras, y dinero son esenciales para una economía de mercado. Pero ninguna sociedad podría resistir los efectos de un sistema semejante de burdas ficciones incluso durante el período más breve a menos que su sustancia humana y natural así como sus organizaciones empresariales estuvieran protegidas contra los estragos de esa fábrica satánica”.
El Estado corporativo es un tren de carga descontrolado. Desgarra los acuerdos de Kioto en Copenhague. Saquea el Tesoro de EE.UU. para que los especuladores puedan seguir jugando con miles de millones en subsidios del contribuyente en nuestro sistema pervertido de capitalismo de casino. Priva de derechos a nuestra clase trabajadora, diezma nuestro sector manufacturero y nos niega fondos para sustentar nuestra infraestructura, nuestras escuelas públicas y nuestros servicios sociales. Envenena el planeta. Perdemos, cada año en todo el globo, un área de tierra de cultivo mayor que Escocia por la erosión y la expansión urbana. Se calcula que hay 25.000 personas que mueren cada día en alguna parte del mundo debido al agua contaminada. Y unos 20 millones de niños son discapacitados mentalmente cada año por la desnutrición.
EE.UU. muere como mueren todos los proyectos imperiales. Joseph Tainter, en su libro Colapso de sociedades complejas, argumenta que los costes de dirigir y defender un imperio terminan por hacerse tan agobiantes, y la elite se convierte en tan calcificada, que se hace más eficiente desmantelar las superestructuras imperiales y volver a formas locales de organización. En ese momento los grandes monumentos al imperio, de los templos sumerios y mayas a los complejos de baños romanos, se abandonan, caen en desuso y se abandonan. Pero esta vez, advierte Tainter, porque no nos queda ningún sitio al cual migrar y expandir “la civilización mundial se desintegrará en su conjunto”. Esta vez el planeta se derrumbará con nosotros.
“Nosotros en los países afortunados de Occidente consideramos nuestra burbuja bicentenaria de libertad y opulencia como normal e inevitable; incluso ha sido llamada el ‘fin’ de la historia, tanto en un sentido temporal como teleológico,” escribe Ronald Wright en Una breve historia del progreso. “Sin embargo, este nuevo orden es una anomalía: lo contrario de lo que sucede usualmente cuando las civilizaciones crecen. Nuestra época fue financiada por la toma de la mitad del planeta, ampliada por la adquisición de la mayor parte de la mitad restante, y ha sido sustentada por el gasto de nuevas formas de capital natural, especialmente combustibles fósiles. En el Nuevo Mundo, Occidente dio en la mayor bonanza de todos los tiempos. Y no habrá otra parecida –no a menos que encontremos a los marcianos civilizados de H.G. Wells, con la vulnerabilidad a nuestros gérmenes que fue su perdición en su Guerra de los mundos.”
La contaminación moral y física está equiparada a una contaminación cultural. Nuestro discurso político y civil se ha convertido en un galimatías. Está dominado por espectáculos complicados, rumores sobre celebridades, las mentiras de la publicidad y los escándalos. Lo chabacano y lo salaz ocupan nuestro tiempo y energía. No vemos los muros que se derrumban a nuestro alrededor. Invertimos nuestra energía intelectual y nuestras emociones en lo vacuo y absurdo, los entretenimientos vacíos que preocupan a una cultura degenerada, de modo que cuando llegue el colapso final podamos ser arreados, ciegos y temerosos, hacia el infierno.
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