Como sucede en casi todos los accidentes producidos en aparatos o instalaciones de compleja tecnología, la causa del enorme vertido de crudo petrolífero que está contaminando las aguas del Golfo de México desde el pasado 20 de abril parece ser una combinación de errores humanos y deficiencias materiales. No es este el lugar para comentar esos fallos y habrá que esperar a que concluyan las investigaciones del Gobierno de EEUU y de British Petroleum (BP) -la empresa responsable de la perforación- y confiar en que, como resultado de aquéllas, se tomen las medidas necesarias para que no se produzca otra catástrofe similar.
Se trata de algo parecido a lo que ocurrió con el avión de Spanair accidentado en Barajas en agosto de 2008, cuya tripulación intentó despegar con una configuración errónea de los flaps: se investigan los errores -en este caso, los fallos en las rutinas de mantenimiento y reparación- cuando ya es tarde para evitar el accidente. Se llegan a entender las causas de lo ocurrido, se atribuyen responsabilidades, se penaliza lo que sea punible y, lo que es más importante, se asegura rotundamente que “ese error no se volverá a producir”, rehaciendo manuales técnicos, comprobando nuevos procedimientos operativos, modificando componentes y corrigiendo, en suma, los defectos que condujeron al accidente. A ese accidente concreto, no a otros. Éstos todavía no se conocen, no se han producido y, como las balas que permanecen en el tambor del revólver del sheriff, no se sabe todavía a quién matarán.
No hay que extraer conclusiones equívocas de lo anterior. No se pretende censurar la tecnología aeronáutica, poniendo de relieve sus fallos y la posibilidad de que éstos puedan producirse en cualquier momento. Una vez más es necesario recordar que el índice de accidentes del transporte aéreo es mucho menor que el de la circulación rodada por carretera. Tanto aquél como ésta, además, responden a una necesidad humana, indiscutible y razonablemente lógica: la de viajar y desplazarse, que ya existía cuando los primeros homínidos abandonaron África y empezaron a poblar el mundo.
No podemos afirmar lo mismo de la necesidad de perforar la superficie de nuestro planeta para extraer hasta la última gota de los yacimientos de hidrocarburos que se esconden en el subsuelo. La dependencia de los hidrocarburos como fuente básica de energía que existe hoy en los países desarrollados, sobre todo en EEUU, tan irracionalmente arraigada, hace que las explotaciones petrolíferas sean cada vez más complicadas y peligrosas, a medida que los yacimientos de más fácil aprovechamiento van quedando agotados.
No es un fenómeno extraño la explosión y la consiguiente catástrofe en un pozo petrolífero, como consecuencia de la presión con la que repentinamente surgen el crudo y el gas desde las profundidades de la tierra cuando encuentran el camino expedito hacia la atmósfera. Ya en los años 50 del pasado siglo nos lo mostraba una película que marcó una época en la cinematografía -”El salario del miedo“-, en la que unos desesperados aventureros son contratados para transportar un cargamento de nitroglicerina a fin de cortar las llamas de un pozo incendiado en algún lugar de Sudamérica.
Desde aquellos manantiales de los que el denso fluido surgía naturalmente para uso de asirios y babilonios (y que probablemente inspiraron el “fuego sagrado” de Zaratustra), hasta los más recientes pozos petrolíferos perforados en el lecho de los océanos, la ansiosa búsqueda del deseado producto se hace cada vez más arriesgada y peligrosa. Ya no se trata de perforar las extensas planicies tejanas o mesopotámicas, sino de extraer petróleo en Alaska, de esperar a que el Ártico se descongele o perforar en aguas oceánicas cada vez más profundas. Se utilizan para esto máquinas robotizadas, que se manejan por control remoto, y se trabaja cada vez más cerca del borde de la catástrofe: ya no puede transportar Yves Montand por abruptas pistas su peligrosa carga de nitroglicerina para que, instalada junto al pozo en llamas, detenga con su explosión la alimentación del incendio y ponga fin al desastre, porque eso no es posible en las profundidades marinas, como se está viendo en el accidente caribeño aquí comentado.
El problema no es solo achacable a la tecnología, a los fallos mecánicos o a la imprevisión o incompetencia de los operarios responsables. La memoria anual de 2009 de BP lo explica con claridad: “BP trabaja en las fronteras de la industria energética. Desde el fondo del océano hasta las complejas refinerías, desde lejanas islas tropicales hasta los biofuels de la próxima generación, BP, revitalizada, logra una mayor eficacia, un impulso sostenido y un negocio creciente”.
Son los beneficios de las poderosas compañías petrolíferas los que impulsan esa tendencia a bordear la catástrofe. Y la implacable ley de una oferta forzosamente decreciente, impuesta por un recurso energético, los hidrocarburos, que van camino de su ineludible agotamiento definitivo. Pero mientras éste llega, la necesidad de sostener o aumentar las ganancias fuerza a extraerlos en condiciones más difíciles, con costes siempre más elevados, rendimientos cada vez menores y riesgos progresivamente acrecentados. Los accidentes se seguirán produciendo, a pesar de los constantes avances en la tecnología. Se trata de una predicción muy fácil de hacer y de confirmación casi garantizada.
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