El presidente Mujica debió enfrentar en los primeros meses de su mandato la contradicción entre lo que creía bueno hacer y lo que podía - o, más bien, no podía-, porque no era legal, o porque sus ministros se oponían, o porque abría la caja de Pandora de las fuerzas de izquierda, políticas y corporativas.
Esta semana el pragmatismo se le impuso. Con pragmatismo el gobierno afrontó el arbitraje con el que le amenazó Philip Morris, buscando cómo dar marcha atrás en algunas medidas antitabaco -francamente menores- ante la percepción de una segura y onerosa derrota jurídica. Solo que Mujica cometió un error al omitir información y consulta previa con Tabaré Vázquez quien, además de ex presidente y futuro candidato presidencial, fue el adalid de estas políticas, lo que no hubiera costado nada. Tampoco le habría costado nada a Vázquez quejarse primero en privado. Reprocharle al ex mandatario el uso de los medios para marcar posiciones es, por lo menos, jocoso, proviniendo del presidente más mediático de la historia uruguaya.
El episodio del tabaco sirvió para detonar viejas pugnas de liderazgo que son el fondo del problema, -que no es el cáncer de pulmón-, en un país donde junto a los pictogramas de las cajillas de cigarrillos creció la recaudación por el Imesi al tabaco y la presencia de cigarrillos de contrabando en las ferias vecinales.
En esta semana pragmática se inscribió también el viaje de Mujica para tratar de resolver el lío chino del río Uruguay e intentar superar las insolencias kirchneristas, lo que parece haberse logrado para la felicidad rioplatense.
Todo indica que el acuerdo final no contempla las demandas más impropias de Argentina, aunque aún hay detalles que habrá que ver cómo se instrumentan. La diplomacia directa de Mujica parece haber dado buenos resultados y ahora las eventuales reacciones de los asambleístas de Gualeguaychú pasan a ser un problema estrictamente argentino.
Pero la semana desplegó también un serio problema estrictamente uruguayo: las "compras fantasmas" en la Armada, un complejo esquema de corrupción y robo de recursos públicos que, por años, se realizó, entre muchas personas (uniformados, funcionarios, civiles beneficiados) bajo las narices de sucesivos ministros y directores, lo que hace sospechar que nadie se atrevió a incursionar en bolsones de poder y privilegios que abrevan en el pasado dictatorial. Pragmáticamente, el gobierno respaldó al jefe naval, luego a los comandantes de las tres armas, y derivó la espinosa cuestión a la Justicia. ¿Será ésta la única asociación para delinquir en la cartera de Defensa? ¿No habrá organizaciones similares en otras partes del Estado? ¿No es el caso Maciel-Clanider un episodio similar aunque más pequeño?
Ante este tipo de hechos, la reforma del Estado necesaria no puede acotarse a la mayor movilidad de los funcionarios o al estricto cumplimiento de su horario de trabajo, ni que la lucha contra al corrupción y el robo de fondos público dependa de una denuncia anónima a la Justicia de un damnificado o vengador. Requiere, en cambio, ministros y otras jerarquías con narices pragmáticas y un poco de arrojo.
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