Al cabo de varios años de malentendidos, de rispideces, de desencuentros; en suma, luego de un conflicto internacional que amenazó seriamente la convivencia de dos naciones hermanas, la buena voluntad, la sensatez de dos gobernantes y el adecuado manejo de la situación, permitieron desembocar en el acuerdo firmado el miércoles. Esta aseveración no debe hacernos suponer que el gobierno del doctor Vázquez no supo manejar la crisis. La situación que debió enfrentar Tabaré en nada se parece a la que siguió luego del fallo del Tribunal de La Haya; recordemos la intransigencia del gobierno de Néstor Kirchner, su omisión en no enfrentar el piquete y los excesos de la Asamblea de Gualeguaychú; recordemos, asimismo, cómo el gobernador de Entre Ríos no sólo dejó hacer a los exaltados piqueteros sino que los estimuló y avaló su lucha. Ante esta realidad, no cabía otra actitud que la que adoptó el gobierno de Tabaré.
No fue solamente el recambio de gobernantes lo que habilitó que se conjugara la crisis, sino que al tiempo que asumía José Mujica y su diálogo con Cristina Fernández abría la posibilidad de un acuerdo, la Corte Internacional emitía el fallo que todos conocemos y que significó un aval a que la planta siguiera funcionando.
Pero volviendo al tema, digamos que este final feliz significa el triunfo de la razón por sobre la intolerancia y la intransigencia; es el triunfo del equilibrio por encima de los fundamentalismos y las posturas extremas.
Más allá de los intereses, mezquinos intereses que sin duda hubo detrás del conflicto entre dos países, la situación creada a partir de la instalación de la planta procesadora de celulosa fue una manifestación del conflicto entre la necesidad de desarrollo industrial por un lado y la defensa del medio ambiente y el equilibrio ecológico por el otro; entre quienes apuestan a la industrialización y a la creación de puestos de trabajo sin medir las consecuencias y los efectos inevitables que la actividad fabril produce sobre la naturaleza y la salud, y aquellos que anteponen el cuidado del medio ambiente aun a costa del crecimiento económico y del consiguiente bienestar material de los habitantes de un país o de una región.
Si algo bueno tuvo la movilización de los pobladores de Gualeguaychú, más allá de sus medios de protesta ilegítimos y prepotentes, es que en cierto modo obligó al gobierno uruguayo y particularmente a nuestras autoridades medioambientales a profundizar los controles sobre los efluentes de la planta de UPM y a extremar su celo protector de la calidad de aguas y aire. La propia empresa debió aceptar dichos controles y se ve obligada a franquear la entrada a sus instalaciones de los técnicos que han de verificar el cumplimiento estricto de las normas establecidas para evitar la contaminación.
El río nos pertenece por igual a ambas naciones; es un patrimonio compartido cuyo cuidado y uso se rigen por el Estatuto que los regula, y existe la CARU, organismo encargado de velar por el cumplimiento de dicho estatuto. Por tanto, resulta de toda lógica el acuerdo definitivo alcanzado por Cristina y Pepe, por el cual se ha reglamentado el monitoreo conjunto del río de los pájaros; y no sólo en lo que tiene que ver con los efectos de la actividad de UPM, sino que ese control compartido ha de verificarse en toda la extensión del curso de agua y en ambas márgenes. De ese modo, será posible detectar eventuales contaminaciones debidas a otros emprendimientos productivos y obligar a las empresas a reciclarse de manera de adoptar tecnologías que garanticen que sus efluentes no atenten contra nuestro "oykós", nuestra casa, es decir el planeta en que vivimos.
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