Durante el franquismo, las calamidades que azotaban al agro español se atribuían sistemáticamente a “la pertinaz sequía”. Era una frase hecha, repetida millones de veces para ocultar una Contrarreforma agraria que había reculado el campo a un régimen esclavista más propio de la Antigüedad que del siglo XX. Hoy, todas las catástrofes mal llamadas naturales que en el mundo ocurren se atribuyen no menos sistemáticamente al “cambio climático”. Salvando las distancias, en ambos casos se están confundiendo causa y efecto.
La pertinaz sequía era una figura retórica que dejaba en manos de Dios los crímenes de los franquistas; se trataba, por tanto, de una entelequia religiosa. Por su parte, el cambio climático ha perdido su impronta religiosa puesto que se admite que, en alguna medida, está causado por la acción humana y/o que, en su defecto, el hombre puede corregirlo. Pero en ambos casos subyace la grave confusión lógica antes aludida. Estamos, pues, ante un trastorno cuya evidente utilidad política se inscribe en la regla básica del despotismo moderno: desviar la atención cívica. En estos dos casos y gracias a la sugestión de una supuesta sabiduría popular, se persigue que el ciudadano suplante las muy concretas responsabilidades de unos cuantos magnates por unas muy abstractas nociones meteorológicas –la sequía- o cosmológicas –el clima-. En ello coinciden los prebostes franquistas y los presidentes actuales, todos ellos con sospechosa unanimidad. El daño neurológico que acarrea esta maniobra nos parece tan grave como para habernos inducido a redactar las siguientes líneas.
Las causas de la pertinaz sequía eran muchas y bien conocidas: deportaciones en masa de campesinos etiquetadas como ‘emigraciones’, genocidio de los mejores, latifundismo, esclavismo en suma. Las causas del cambio climático son tantas que no todas son bien conocidas. Una de las más notorias es la deforestación. Hoy, basándonos en los ejemplos de las dos mayores catástrofes ‘naturales’ que han ocurrido durante este verano del año 2010, analizaremos la relación de la causa ‘deforestación’ con los efectos fuego y agua. Estos dos efectos, parciales y opuestos, unidos a otros muchos, destruyen el aire y la tierra formando el efecto general llamado ‘cambio climático’.
FUEGO EN RUSIA
En el verano boreal de 2010, los medios de distracción y desinformación rebosaron de noticias sobre los enormes incendios que estaban asolando Rusia. Todavía es imposible conocer tanto la cantidad de hectáreas quemadas como su calidad o composición básica –taiga, tundra, bosque boreal, tierra cultivada, etc.-. Hasta que los estudios independientes no estén finalizados, pero apoyándonos en sus datos preliminares, sólo podemos asegurar que las cifras oficiales mienten en un grado que aún desconocemos pero que puede ser altísimo. Ejemplo: en 1998, los datos satelitales demostraron que en Siberia habían ardido 13,3 millones de hectáreas, una cifra que multiplicaba por cinco la calculada por la agencia oficial Avialesookhrana quien, a su vez, ofrecía cantidades superiores a las pregonadas por el Ministerio de Recursos Naturales.
Por tanto, de cierto sólo conocemos datos inconexos y anecdóticos: que Rusia ha cerrado la exportación de granos y que el humo impedía a los moscovitas ver y respirar con normalidad. También nos han instruido hasta la saciedad de que los fuegos estaban causados por las altas temperaturas y por la sequía –¿pertinaz?-. Datos importantísimos. Nos descubren que en el invierno ruso no hay incendios forestales porque llueve más que en verano y, además, baja la temperatura. Avanzando un peldaño más en la escala de la perogrullez y contribuyendo así a la confusión, A. Bedritsky (presidente de la Organización Mundial de la Meteorología y consejero del Kremlin), se permitió afirmar que “el clima extremo que sufre Rusia junto con las recientes inundaciones de Pakistán y la ola de calor que asoló Francia en 2003, son signos de calentamiento global”. Y si el próximo invierno ruso es congelador, ¿dirá lo mismo? No recurrió al comodín del ‘cambio climático’ pero poco le faltó.
Pero hay otra clase de datos, no menos importantes, que nos han sido escamoteados. Ejemplos:
a) En el año 2000 se suprimió el Ministerio del Medio Ambiente. Cuatro años después los bosques fueron transferidos al Ministerio de Recursos Naturales. Es decir, se pasó de la conservación a la explotación. La contrarreforma fue tan brutal que no dejó una institución, así fuera ornamental, para encargarse de la protección silvícola. ¿Para qué si la nueva legislación ni siquiera contempla la reposición después de la tala?
b) En 2006 Putin transfirió a los caciques regionales lo poco que quedaba de la responsabilidad forestal. Pero, pequeño detalle, no les asignó recurso presupuestario alguno. Consecuencia inmediata: fueron despedidos 70.000 guardabosques.
c) Por si fueran pocas esas medidas, en los últimos cuatro años se despidió a 188.000 de los 200.000 trabajadores que trabajaban en la extinción de incendios forestales o en tareas conexas. Por tanto actualmente sólo quedan 12.000 obreros para un país de más de 17 millones de km2 –de media, 1.423 km2 por guardabosque-. Además, según fuentes rusas poco sospechosas de ecologismo, “actualmente no hay nadie encargado de apagar los incendios cuando éstos se encuentran en su primera fase; al contrario, si un obrero toma la iniciativa de apagarlos puede ser acusado de malversación de fondos” (Pravda, 10.VIII)
Por sí solos, la pertinaz sequía (rusa) y el calorón no incendian hoy más bosques que los incendiados desde siempre por los rayos o cualquier otra causa natural. “No hay evidencia de que los fuegos se auto-encendieran por la sequía”, afirmó J. Goldammer, del Instituto Max Planck. ¿Quién lo hizo?: en general, algún amante de la deforestación salvaje. En otras palabras, el joven capitalismo ruso, tan salvaje como lo fue el hodierno capitalismo occidental a cuyo estadio de madurez accederá sin perder un ápice de salvajismo cuando los hoy llamados ‘mafiosos’ rusos adquieran la honorabilidad dinástica y mediática de sus homólogos de antaño y hogaño, los Vanderbilt y Rockefeller.
Pero no nos vayamos tan a la estratosfera. En particular, ¿qué joven capitalista ruso ha incendiado los bosques? Evidentemente, no ha sido uno sólo. La pregunta debería ser, ¿quién se ha beneficiado en mayor medida o qui prodest? Ahora la respuesta es más fácil: el Grupo Ilim. Entre enero y junio de este año, Ilim produjo 1.208 millones de toneladas de pulpa y productos papeleros –un 8% más que en similar período de 2009-. Vistos tan excelentes resultados, ha decidido construir dos nuevas fábricas en Bratsk (Siberia) y en Koryazhma (Noroeste Federal) Independientemente de que lo decidiera antes o después de los incendios, está claro que la deforestación provocada por éstos le viene como anillo al dedo.
Y para finalizar este acápite ruso, un pequeño detalle: el hoy presidente Dimitri Medvedev fue el jefe del departamento jurídico de Ilim.
AGUA EN PAKISTÁN
Del fuego pasamos al agua. Cuando apenas se habían extinguido los incendios rusos, los habituales medios de distracción y desinformación nos machacaron (pero menos) con la monstruosa inundación de Pakistán. Si antes hablábamos de millones de toneladas de madera, ahora tenemos que hablar de decenas de millones de personas cuyas vidas han sido no menos carbonizadas. Al igual que antes no dábamos cantidades, ahora, y por las mismas razones, tampoco las podemos ofrecer aunque sí podemos decir que la calidad es la misma para los millones de damnificados –y quizá por ello la respuesta mediática, alérgica como es al igualitarismo, no es proporcional a la magnitud del desastre-.
El río Indo se desbordó “debido a las lluvias torrenciales” causando “una catástrofe natural” (Millet, Perchellet y Toussaint en www.rebelion.org , 30-agosto). Que unos autores habituales en un portal cibernético de izquierda extraparlamentaria caigan en tales majaderías, nos obliga a enristrar las teclas para aconsejarles que consulten, en ese mismo portal, el artículo de S. Shingavi (19-agosto) en el que, aun admitiendo una pizca de naturalidad en la catástrofe, señalaba que sus verdaderos causantes han sido la reforma de los canales y diques en beneficio de la élite, la corrupción estatal y el imperialismo gringo. Si en lugar de análisis post facto los autores hubieran querido anticiparse a los acontecimientos, podrían haber estudiado una revista de parecida orientación ideológica donde habrían encontrado el siguiente pronóstico: la desaparición de los glaciares del Himalaya es más rápida en la parte de la cordillera que afecta a Pakistán por lo que “la situación es particularmente sombría, previéndose un período inicial de increíbles caudales que serán seguidos por una pérdida devastadora de agua en los ya declinantes ríos Indo, Sutlej y otros cursos fluviales” (nuestras cursivas; Briscoe cit. en Kenneth Pomeranz, “La gran cuenca del Himalaya”, New Left Review, 2009).
El Indo se ha desbordado desde siempre, pero las inundaciones de otrora propiciaron el florecimiento de una de las más antiguas civilizaciones del Viejo Mundo: la simbolizada en Mohenjo-Daro y Harappa (2500-1700 a.n.e.) Es obvio que la población del valle del Indo hace cuatro o cinco milenios era muy inferior a la actual pero una mayor densidad demográfica, por sí sola, no explica los enormes daños de este verano. Como suele ser tan habitual como censurado, el problema comenzó con el colonialismo, cuando los británicos se emperraron en incrementar la producción del Punjab y del Sindh obligando a construir una inmensa red de diques, represas y canales pensados para la exportación y no para el beneficio nacional. Los gobiernos del Pakistán independiente siguieron la misma política a la vez que, río arriba, hacían estallar una deforestación salvaje que, más antes que después, los acabaría destrozando.
Es justamente lo que ha sucedido este verano. Los expertos locales son terminantes; por ejemplo, para S. Qadir, de la National Disaster Management Authority, la inundación ha sido multiplicada por la deforestación en las provincias de Swat, Dir, Hazara y Gilgit Baltistan (noroeste del país, curso alto del Indo). Según fuentes locales, los troncos talados eran almacenados por las mafias madereras en riachuelos; al llegar las aguas altas, estos troncos fueron arrastrados por la corriente destrozando toda obra pública y obstruyendo las represas. Y es que, en general, la cobertura boscosa de Pakistán sólo alcanza al 5,2% de su territorio. Sería necesario un 20-25% para controlar las inundaciones.
El foco principal del desastre se originó en el Swat Valley. Este valle es famoso en la antropología política porque F. Barth publicó hace 60 años su estudio del liderazgo entre los Patan –o Pashtun- que le habitan. La fama académica de ese pueblo pudo haberse extendido al público común en mayo de 2009, aciago mes en el que los gringos y el ejército pakistaní invadieron y bombardearon el antaño idílico valle. En 10 días no menos de dos millones de swatíes –Patan en su mayoría y, por tanto, familia de los Pashtun afganos-, tuvieron que escapar con lo puesto. Nunca se podrá comprobar que el número de refugiados fue mayor que aquella cifra oficial; excuso decir en cuanto al número de víctimas mortales. Huelga añadir que los habituales medios ocultaron esta catástrofe por lo que la fama de los Swat Pathans sigue circunscrita a la academia.
Como no podía ser menos, la ‘guerra contra el terror’ ha exigido que la culpa exclusiva de la deforestación en Swat recaiga mediáticamente en los hombros de los talibanes. Y es cierto que parte de la culpa es suya porque controlan o controlaron porciones del valle pero, ¿se puede comparar un contrabando de palos a lomos de burros como el que practican los talibanes con la deforestación causada por los bombardeos y por las multinacionales? Incluso la (real) presión de los pobres sobre la leña es una minucia comparada con lo que puede destrozar un bulldozer con permiso gubernamental.
Más aún, la deforestación ya era excesiva antes de que los talibanes dominaran partes del valle. De hecho, hasta productos no madereros como las plantas medicinales estaban en riesgo de extinción antes de que la invasión de Afganistán provocara la sublevación más o menos formal de los swatíes (los interesados en esas plantas y en la evolución de su fitosalud colectiva pueden consultar en Internet los respectivos trabajos de Muhammad Hamayun, 2007, y de S.M. Adnan, A.A. Khan, A. Latif y Z.K. Shiwari, 2006)
Finalmente, el caso del valle de Swat es un paradigma de la manipulación mediática sufrida por el pueblo pakistaní: primero se olvida la historia de los megaproyectos colonialistas, después se oculta que la causa real de las inundaciones de 2010 no fueron las “lluvias torrenciales” ni tampoco el cambio climático sino la deforestación y la red de obra pública colonial-republicana. Y al final, por si algún crítico reparara en estos últimos detalles, ahí están los diabólicos talibanes como chivos expiatorios.
CONCLUSIÓN TOMISTA
Alguien habrá advertido que hemos considerado la deforestación como la causa más notoria entre las varias que condujeron a los incendios y las inundaciones. Antes de terminar quizá convenga añadir que, al reconocer que hubo varias causas, estamos señalando que la deforestación no es la causa única. Deducimos a continuación que es una causa supeditada con lo cual entramos en el tema que los antiguos llamaban ex ratione causae efficientis o de la subordinación de las causas (apud Tomás de Aquino) pero que conste que lo hacemos lamentando que el brutal retroceso en la lógica ciudadana que se manifiesta en la actual confusión causa/efecto nos obligue a regresar al tiempo en el que pareció necesario dejar bien asentadas algunas trivialidades metodológicas -el Medioevo-.
Continuamos desde nuestro scriptorium: la deforestación forma parte de una cadena causal cuyos eslabones pueden entenderse como efecto de la causa precedente y como causa de su correspondiente efecto que, a su vez, será causa del eslabón subsiguiente. Según este esquema, la deforestación en Rusia y Pakistán es el efecto producido por unas causas previas como serían –en orden creciente de importancia- desde la necesidad de leña de los desheredados hasta los tejemanejes de las multinacionales madereras, agroindustriales e hidroeléctricas. Dicho sea sin necesidad de creer que estas causas previas son precisamente las primigenias y, menos aún, de alargar la cadena en sentido contrario hasta el infinito donde correríamos el riesgo de toparnos con el Ipsum Esse subsistens, el “Ser Mismo subsistente” o Dios de los tomistas.
Latinajos aparte, subrayaremos que hubo un tiempo feliz en el que se manejaba con cierta precisión el lenguaje. Por ello, era común oír que el “calentamiento global” estaba causado por el “efecto invernadero”. El razonamiento pecaba un poco de tautológico pero nadie se extrañaba de la aparente contradicción porque no había tal. Un efecto era causa de un fenómeno concreto fácilmente mensurable. Pero aquel respeto por la más elemental de las lógicas se está sustituyendo por la omnipresencia mediática de un lema auto-referente y abstracto a más no poder: el cambio climático como "causa última". Es alarmante.
Finalmente, ¿cuál será la verdadera causa última que origina la animadversión que las multinacionales manifiestan contra los bosques? Desde luego no es propiciar el cambio climático que, como hemos visto, es solamente el último efecto y un utilitario lema de moda sino algo mucho más evidente: el dinero.
Cerremos el círculo. Por su parte, los hacedores de “la pertinaz sequía” eran diferentes a las multinacionales no porque se hicieran llamar “los nacionales” –literalmente, a secas- sino porque adoraban al otro Dioscuro o Hermano Gemelo fundador de la civilización occidental. Aquellos españolísimos nigromantes que calcinaban los campos con la sal del franquismo, estaban dispuestos a sacrificar una (pequeña) parte de su dinero en aras de la otra causa última: el Poder. |
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