La firma de las notas reversales sobre el control ambiental del río Uruguay merece ser saludada con sobria satisfacción. Pero nada más. Por varios motivos.
En primer lugar, porque el acuerdo fue precedido por una cadena de hechos que forman una etapa difícil en las relaciones entre los dos países. No se puede olvidar la tolerancia del gobierno argentino, y en algún momento el apoyo abierto, para con los piqueteros. Lo mismo sucede con la forma en que la diferencia de opiniones sobre la instalación de la planta se derramó al resto de la agenda bilateral. Aquellas políticas del vecino país han tenido un significativo costo directo e indirecto para nosotros.
En segundo lugar, porque el acuerdo es el producto de un compromiso donde el Uruguay ha reconocido que la planta de UPM requiere un tratamiento más estricto que otros lugares potencialmente contaminantes en el litoral del río y ha aceptado que expertos argentinos entren a la planta.
Es cierto, la diplomacia ha encontrado una solución razonable: los técnicos del vecino país formarán parte de un "órgano subsidiario" de CARU y "acompañarán" a los expertos de la Dinama uruguaya para extraer muestras en la planta.
Estas entradas no podrán ser más de doce por año.
En tercer lugar, porque todo depende de la aplicación de lo pactado en el futuro. Por eso preocupa que los técnicos designados por la República Argentina ya hayan expresado su opinión acerca de que UPM contamina. Es alentadora la afirmación del canciller argentino de que "ningún científico está maniatado políticamente".
Este episodio que, esperamos, llegó a su final, es una fuente de muchas lecciones para la conducción de las relaciones exteriores de nuestro país. No hay que olvidarlas.
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