La política científica puede parecer una disciplina difusa siempre en estado preliminar. Periódicamente se vuelve a discutir la mera posibilidad de su existencia. Hay quienes creen que la ciencia y la tecnología tienden a conformar un mundo autónomo que escapa, de algún modo, al control humano. Y razonan así esa autonomía: un nuevo descubrimiento científico habilita una posibilidad tecnológica hasta entonces insospechada, y una nueva tecnología permite nuevos descubrimientos científicos. A través de esa interacción, la ciencia y la tecnología se confabulan para crear una especie de súper-estructura de carácter dinámico –en los términos de Langdon Winner–, que evoluciona en el sentido de una complejidad creciente, de una integración cada vez más estrecha, y de una autonomía cada vez más consolidada. De acuerdo al filósofo Jean Ladrière, cuanto más se configura ese logos –es decir, esa realidad intermedia entre la humana y la natural–, más se refuerza su autonomía. La ciencia se convierte entonces en un poder ajeno al hombre, que intenta imponer su propia ley: una ley que no es más que su propio crecimiento. Confabulada con la tecnología –parece creerse–, la ciencia hará lo que sea capaz de hacer. Y en definitiva la política científica –la voluntad de dirigir el proceso– sería un oxímoron, una pretensión perfectamente vana.
La dirigencia
Más que la pertinencia de esas razones, lo que nos interesa aquí es que sus partidarios tienden a instalar la idea de que no es posible dirigir la ciencia de acuerdo a objetivos impuestos desde fuera. Si la confabulación dinámica entre ciencia y tecnología se impone, no habría forma de dirigir ese proceso esencialmente autónomo.
Admitida la mera posibilidad de su existencia –mitigando el grado de esa autonomía, o matizando la lógica de la dinámica interna– se pasa a discutir su conveniencia. ¿Conviene dirigir la investigación científica? ¿Dirigirla no es siempre interrumpir, tergiversar? Aunque en un contexto distinto, Mario Bunge evoca la imagen de la gallina de los huevos de oro. Dirigir la ciencia es torcerle el pescuezo.
Lo cierto es que los términos en los que se aborda la discusión sobre la política científica –su mera posibilidad, su conveniencia– tienden a ocultar su razón de ser: permitir que opere su valor simbólico para dar un sentido trascendente a la actividad científica. La política científica conecta, simbólicamente, la actividad de cada investigador con la de la comunidad. Así, es menos una gestión razonada de los recursos, o una apropiación calculada de los resultados, o un repertorio planificado de los temas, que un poder simbólico en acción. Lo opuesto a la política científica, entendida en esos términos, es el extendido discurso de la excelencia.
Seras lo que debas ser
Más temprano que tarde, el estudiante de ciencias deberá exponerse al discurso de la excelencia. Conviene estar prevenido. Es un discurso ciertamente llamativo, al menos por dos razones: en primer lugar, por la distancia que suele haber entre la situación objetiva de quien lo enuncia y el contenido de lo enunciado, y en segundo, porque estrictamente no dice más que: quienes puedan hacerlo bien –la excelencia, lo veremos, no es para todos– háganlo bien.
La excelencia es un valor equívoco, que encubre varias falacias. En principio, pone el acento en lo individual y quiebra la lógica colectiva de la empresa científica. Como en los concursos de belleza, lo esencial es lo superlativo en cada concursante. Pero además, a través de esa misma lógica del individuo inhibe la posibilidad de ordenar la empresa científica en torno de valores ecuménicos. La excelencia es un compromiso sin objeto trascendente.
Si el reino de la excelencia es hostil a la política científica, más que por lo excelente los científicos deberían preocuparse por inscribir sus actividades en un contexto mayor, que las ordene y les dé sentido. Esa visión –hay que decirlo– es contraria a la opinión mayoritaria de la comunidad científica, que cree defender el derecho a su autonomía estimulando lo excelente. Pero cabe preguntarse si entre nosotros los discursos de autonomía –de excelencia– no son funcionales a proyectos ajenos.
A lo largo de su historia, el país dejó de lado diversos desarrollos nacionales, abandonados no sólo por los cambios dramáticos de política, sino también –factor quizá menos dramático, pero no menos definitivo– por inopinado cambio de moda. Un grupo obtenía fondos para encarar un desarrollo determinado. Involucraba en ese desarrollo a muchos investigadores, formaba a otros, y cuando ya estaba bien montado sobre esa línea de investigación, se decidía que el tema ya no interesaba: que había pasado de moda.
En términos sartreanos, lo que debemos hacer en materia de desarrollo científico es darnos un proyecto, porque sólo ese proyecto engendrará nuestros valores. La excelencia, la moda, son valores de proyectos ajenos, acatarlos es cambiar inopinadamente el proyecto propio por el de otro; es actuar de mala fe. ¿Algo no es un tema de moda a nivel internacional? Pues lo será entre nosotros, en la medida en que debamos desarrollar esa tecnología. La ciencia es epistémicamente universal, pero políticamente nacional.
Ese es quizás el error de los divulgadores como Marcelino Cereijido, que al adoptar el punto de vista del esclarecido –el punto de vista del proyecto de otro– creen en la existencia de valores universales. Cereijido nos recuerda periódicamente –con el desdén entendible del conocedor del alfabeto– nuestro analfabetismo científico. Lo que distingue a un país subdesarrollado es una falta comparativa de desarrollo económico, no una maldad esencial, o una tara insuperable. La obviedad sirve para entender que si lo que quiere subsanarse es esa falta de desarrollo, lo que habrá que hacer entonces es poner las armas con que el país cuente al servicio del desarrollo. Así, no se trata de hacer ciencia porque los países desarrollados la hacen. No se trata de hacerla en los términos de la excelencia –la excelencia es un valor de un proyecto ajeno–. Se trata de hacerla para que colabore con nuestro desarrollo.
Cereijido, mirando desde fuera, pone el acento en la tara culpable, y no en la subordinación. No se trata de inhibir, ni de estimular, la aparición de científicos excelentes. De todas formas, y a pesar de nosotros –la historia lo demuestra– tendremos la cantidad proporcional de científicos excelentes que nos corresponda estadísticamente. La inteligencia es un bien mueble –o inmueble– proporcionalmente distribuido. De lo que se trata es del modo en que emplearemos el arma potencial de desarrollo que se llama conocimiento científico: si al servicio de nuestros intereses, o al de los otros. Se trata de saber a qué proyecto la subordinaremos.
El valor de la excelencia
Pero además, paulatinamente, a medida que uno sostiene el discurso de la excelencia, ese falso valor se va convirtiendo en otra cosa. Va deslizando su sentido del modo de hacer, al hacer mismo, o aun al sujeto. Así, habría temas propios de la excelencia, o instituciones esencialmente excelentes, o aun individuos. Interpretada en esos términos, la excelencia parecería realzar la lotería genética; sería una demanda a que la lotería genética se exprese y se localice en instituciones que se vuelven oraculares porque, justamente, reúnen excelencia.
También puede pensarse que la propia comunidad científica propone una definición de excelencia que tiende a ser endogámica y no considera que un producto científico, por ejemplo, es excelente cuando contribuye a sacar de la pobreza a millones de personas. Sólo será excelente si es citado infinidad de veces. Pero, ¿puede arrogarse una institución la capacidad de decretar qué o quién es excelente de manera absoluta? Esa pretensión induce la creencia de que la excelencia es un valor que implica alguna clase de sustancia, cuya existencia es independiente de la realización de los juicios de excelencia, que siempre son relativos a alguna escala. Y creer eso es disponer de una metafísica errónea sobre el mundo.
Quien crea que al estimular a otro a ser excelente le indica una manera de proceder, se equivoca. En realidad, cuando a alguien se lo induce a la excelencia, se le está diciendo, de manera implícita, que haga una cosa determinada, puesto que la excelencia es aquello hacia lo que apunta el dedo de quien señala. La definición de la excelencia supone necesariamente un punto de vista, una mirada sobre el mundo. Y desde otra perspectiva, aquello que se considera excelente puede ser de una completa irrelevancia.
La relevancia
¿Cuál es el objeto de la política científica? ¿La actividad científica? ¿Los propósitos a los que debe orientarse la investigación? La política científica es una disciplina difusa porque teme decir claramente cuál es su objeto, sobre todo cuando intenta regular una actividad que no admite otra regulación que la que ella misma habrá de darse. De alguna manera, para un científico no hay mejor política científica que la que defienda la completa autonomía de la ciencia. Pero la completa autonomía de la ciencia, ¿qué implica?
Los países centrales se benefician de la actividad científica. Y nosotros, ¿no contribuimos, de algún modo, con esos beneficios? La política científica no puede perder de vista lo que tiene en común con otras políticas públicas: los problemas reales de la sociedad que diseña y ejecuta. Debe buscar solucionarlos, para vivir mejor. Eso es todo. ¿Qué es vivir mejor? Todos tenemos una comprensión casi intuitiva del asunto.
La política científica está obligada a una visión binocular: entender la naturaleza de la actividad científica, pero no perder de vista su condición de política pública. Debe dar a la investigación, a esa práctica humana, un valor estratégico en función de la sociedad donde es practicada, financiada, gestada. El discurso de la excelencia rechaza ese asunto. Entre otras razones, porque defiende intereses –propone valores– que son ajenos. Pero los presenta disfrazados, de modo tal que puedan ser asumidos como propios. Así, junto con ellos, alienta el darse una identidad práctica global: ser científico, como si esa condición fuera privativa de tener un pasaporte, o unos problemas que se quieren solucionar para vivir mejor.
En contraposición con la excelencia, la relevancia obliga a responder dónde, para qué, con qué propósito; cuál es la relación entre la práctica científica y los problemas reales del lugar en el que se ejerce. En otros términos, al adoptar lo excelente como valor, ya se obtuvieron las respuestas. Lo mejor, sin embargo, es no decirlas en voz alta. La excelencia ciega, y al cegar, oscurece el sentido de lo que hacemos.
El hecho de que la ciencia sea una práctica construida sobre procedimientos universales puede hacer creer, erróneamente, que la relevancia no desempeña ningún papel, puesto que no hay contexto que trascienda la propia actividad científica. Que la relevancia no es relevante. O mejor, que no es excelente. Epistémicamente, la ciencia es un valor universal. Estratégicamente, no. Los investigadores tienden a olvidar, o a confundir voluntariamente, las dos naturalezas. Cómo introducir la relevancia en la actividad científica, cómo plantearla ante la comunidad para que la ciencia no se perciba como debiendo abandonar su propia ethos, ése debe ser el norte de la política científica.
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