La sanción de la denominada ley de glaciares, de conformidad con una versión cercana a la que fue vetada hace dos años por la Presidenta, implica un claro avance en su protección, así como también del ambiente periglaciar que los circunda. Eso conlleva la preservación de las reservas de agua que los glaciares y las cuencas de alta montaña contienen, las más importantes que existen en la Argentina.
La norma hace una adecuada aplicación de la distribución de competencias entre la Nación y las provincias en las materias ambiental y minera, gracias al ejercicio del poder de policía que le concede el artículo 41 de la Constitución nacional.
Así han quedado determinados los presupuestos mínimos que deben regir dentro de los mencionados sistemas, a los que se deben ajustar las autoridades de todos los niveles de gobierno. Luego, las provincias podrán dictar otras normas que los complementen a través de exigencias mayores, pero que nunca pueden significar su disminución.
De ninguna manera, como se ha afirmado, se persigue impedir el desarrollo en las provincias mineras: de lo que se trata es lograr que éste sea sustentable. Es decir, que en su planificación se produzca un adecuado equilibrio entre sus variables económica, ambiental y social, en una porción de superficie que sólo comprende el 1% del territorio total del país. La vulnerabilidad de esos recursos naturales torna necesario el establecimiento de límites a las actividades cuando puedan atentar contra la supervivencia de los ecosistemas, conculcando el derecho al agua de nuestros habitantes, en violación de tratados con jerarquía constitucional.
Para hacer frente a semejantes riesgos, la ley contempla herramientas tan importantes como el inventario de los glaciares y su ejecución dentro de un determinado plazo, de modo de conocer la efectiva situación en que se encuentran; un plan de auditorías ambientales susceptibles de apreciar los emprendimientos que están en marcha; procesos de evaluación del impacto ambiental y de evaluación ambiental estratégica, en aras de lograr la planificación y el ordenamiento ambiental del territorio.
Así se observa lo que formulan los principios preventivo y precautorio reconocidos en nuestra ley general del ambiente. Cabe destacar que también exigen que tenga lugar con carácter obligatorio la participación de las comunidades en el contexto de la implementación de esos instrumentos.
Esto ha sido posible en gran medida gracias al esfuerzo de organizaciones ambientales, sociales y científicas, junto a representantes de las comunidades, que de manera mancomunada acompañaron la elaboración de la ley ofreciendo información a los legisladores y asesores, que los escucharon con especial interés. Ahora cabe redoblar ese esfuerzo para asegurar la efectiva aplicación de la flamante ley, en beneficio de las presentes y de las futuras generaciones.
El autor es presidente de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales
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