A esta altura de los avances científicos hace muchas décadas que el hombre pudo anticiparse a los efectos del calentamiento global, al retroceso de los glaciares, a los efectos de las correntadas y caprichos del Niño y la Niña, a los perniciosos efectos de la contaminación indiscriminada del agua escasa, a la baja cíclica de las nevadas en alta montaña y los cambios de lluvias torrenciales y aluviones en el llano.
Para los gobiernos del mundo todo esto es conocido desde hace, por lo menos, medio siglo a esta parte. También aquí en la Argentina y en Mendoza en particular, cuya geografía semidesértica es particularmente exigua en la provisión de agua para producir y para vivir.
En muchos países, por la adversidad de sus geografías y por las contingencias nuevas del cambio climático, pusieron en marcha políticas de prevención a mediados del siglo pasado:
pudieron a tiempo ponerse a buen resguardo de los efectos del agua escasa, a su atesoramiento para los momentos críticos, al uso racional, al cuidado de la ecuanimidad en su distribución y al ordenamiento de un aprovechamiento inteligente y actualizado a las circunstancias.
Lo integraron como sistema al planeamiento y preservación en el uso del suelo, al cuidado celoso de las áreas productivas amenazadas por el avance inescrupuloso del cemento y la modernidad porque advirtieron que la vida, en el futuro inmediato, dependerá del cuidado del agua escasa y de la preservación de los espacios para producir.
No nos pudo sorprender la nueva sequía en nuestros ríos. Es cíclica y cada vez más repetitiva. De lo que habría que lamentarse no es de las medidas restrictivas -nuevamente esgrimidas- porque son ineludibles ante la escasez y las necesidades.
Nuestra sociedad y en particular nuestros gobernantes, hace mucho debieron medir si asumimos las políticas públicas y privadas capaces de anteponerse a los designios de la naturaleza que hoy estamos viviendo y preguntarse cómo es que, pese a los tibios avances de los últimos años, después de tantos amagues en el Barrio Cívico, en la Legislatura y en el Departamento de Irrigación, aún no hemos podido poner en marcha efectiva un plan estratégico del uso del agua, o, si se quiere, un plan hídrico de la dimensión que exige desde hace muchas décadas la región, con planificación e inversión consensuada, que debió estar por encima de los cambios de gobierno, tanto en el Barrio Cívico como en la hoy enclaustrada Irrigación.
En los últimos 15 años y a pesar de avances que consideramos insuficientes, lo cierto es que no menos de 3 veces se presentaron proyectos de planes que luego se esfumaron en la discusión sectorial, legislativa o directamente mutaron en obras y medidas sueltas con cada cambio de gobierno o de equipo de conducción en el Departamento de Irrigación.
Casi 60 años estuvimos discutiendo si hacer o no el dique Potrerillos (la única y modesta obra de regulación y control del curso del río en el cual viven 70% de los mendocinos y se genera el 68%). Nuestra capacidad de embalses como reservorios en los ríos de los oasis Centro y Norte es hoy altamente deficitaria y no estamos en condiciones de afrontar crisis sucesivas.
El porcentaje de canales impermeabilizados y entubados con presión sigue siendo muy bajo, en función de la preservación del recurso que nos imponen las circunstancias: la “eficiencia” global en la provincia, aún se calcula en un 35 o 40% en las cuencas (es decir, de cada 100 litros de agua derivada al riego agrícola, sólo llegan a la planta 35 ó 40).
El aprovechamiento de los acuíferos subterráneos -los del Norte y el Este, fundamentalmente- aparece con una política de perforaciones que ha merecido un pedido de informes de la Legislatura, preocupada por el equilibrio del reservorio y de la autorización de nuevos pozos de extracción. El riego moderno tranqueras adentro no supera el 15 % de las explotaciones de la provincia (el resto se riego como en los tiempos Huarpes). El reúso de nuestras aguas -ya hay lugares del mundo en el que llega a 5 ó 6 veces tras sucesivas recuperaciones en plantas especializadas- no llega a 2.
Esto sin perjuicio de que aún no se ha definido en términos institucionales una estructura integradora de todos los organismos del agua y de que a veces, con los cambios de gobierno, en algunas de esas instituciones se asientan grupos políticos que despliegan una conducta propia aislada de los intereses provinciales.
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