Profundidades. Los técnicos que supervisan las cámaras subterráneas de agua y cloacas y los conductores del subte, fuera del sol.
Conductores, vendedores ambulantes, galeristas, músicos, técnicos y operadores de tuneladoras comparten la compleja condición de no ver el sol mientras realizan sus tareas. Algunos, según la actividad que desarrollen, corren más riesgos en su salud que otros. Sin embargo, la falta de luz natural en sus retinas y cuerpos, con el tiempo, los expone a sufrir las mismas consecuencias psicofísicas, como ser ansiedad, depresión, fotofobia, aceleración del ritmo biológico, más que cualquier otro trabajador que tenga una actividad tradicional y sobre la superficie.
Los subterráneos, las galerías comerciales y túneles de la Ciudad no descansan solitarios, porque hay trabajadores que se encargan de su mantenimiento, o simplemente porque su negocio se encuentra bajo el asfalto. Allí, en ese espacio artificial, trabajan a diario más de 4 mil personas contratadas.
Según Metrovías, la empresa cuenta con 4.100 empleados distribuidos en la Capital. En los andenes, también se encuentran 200 locales comerciales que como mínimo cuentan con un empleado por comercio, es decir 200 personas más.
Mientras que van y vienen 1,5 millón de pasajeros por día en días hábiles.
Todos ellos comparten su rutina con vendedores ambulantes y músicos, y muchas veces pierden la noción del tiempo, con lo cual deben adivinar cómo está el clima observando a quienes bajan a las entrañas de la Ciudad.
En el caso de AySA, son sesenta los técnicos especializados y encargados de inspeccionar, instalar, reparar y mantener las cámaras subterráneas de agua y cloacas.
Está claro que sean expertos, técnicos o comerciantes, por opción o elección, subsiten en un mundo laboral diferente, en un submundo como forma de vida. Sin duda, permanecer horas bajo la superficie a la larga trae sus consecuencias. No sólo altera la percepción del tiempo, también cambia la temperatura ambiente y hasta se perciben otras sensaciones corporales.
El caso de los mineros es el ejemplo más extremo y comprometido de los oficios que se realizan bajo tierra. Están sometidos a contraer un amplio abanico de enfermedades y trastornos, casi siempre generados por el desprendimiento de gases y malas condiciones de ventilación.
“En la mayoría de los yacimientos de carbón se desprende un gas llamado grisú, que afecta seriamente las vías respiratorias, y se acentúa si el lugar no posee buena ventilación, provocando una disminución de la calidad de vida”, cuenta a PERFIL Bernardo Schalamuck, geólogo e investigador del Conicet.
La tragedia con final feliz que vivieron los 33 mineros, durante setenta días a 700 metros de la superficie, en Copiapó, Chile, no hizo más que revelar las precarias condiciones laborales y de insalubridad a las que están sometidos los trabajadores del sector.
“Los mineros respiran un aire viciado, por eso fabrican chimeneas para ventilar e inyectan oxígeno. Porque a mayor profundidad aumenta la temperatura. Es decir: cada 33 metros aumenta un grado la temperatura ambiente y la humedad. Entonces es vital que las condiciones del lugar estén en regla, para no lamentarse tarde”, advierte Schalamuck.
El hecho de inyectar oxígeno y aire fresco es obligatorio. De todas formas, dicen los especialistas que no es sencillo refrigerar un lugar como una mina; por estos motivos, los mineros cuentan con un entrenamiento especial para resistir la actividad, sumado a una carga horaria más reducida. En principio, no más de seis horas.
“La silicosis es la enfermedad más común que padecen estas personas. En la manipulación y extracción de minerales siempre se desprenden polvillos, entre ellos el sílice. Y sabemos que muchas veces no se cumple con las normas de seguridad necesarias, y eso aumenta el riesgo de enfermedades”, explica el investigador.
El Decreto 4.257/68 de la Ley 17.310 sobre trabajos insalubres establece un régimen especial de jubilaciones y pensiones para quienes cumplan “tareas penosas, riesgosas, insalubres o determinantes de vejez o agotamiento prematuro”.
En su artículo 1 expresa que “tendrán derecho a la jubilación ordinaria con 55 años de edad los varones, y 52 años las mujeres, en ambos casos con treinta años de servicios”.
Precisamente, el punto “E” del artículo citado se centra en la actividad minera, identificando a los beneficiarios de una jubilación temprana al “personal que se desempeñe habitualmente en tareas mineras o de cielo abierto, realizando labores de obtención directa de productos mineros”, y, además, en su punto “F” apunta al personal que trabaje regularmente en “lugares o ambientes declarados insalubres por la autoridad nacional competente”.
La ley no se presta a confusiones, a mayor riesgo de salud, las condiciones previsionales y de trabajo deben favorecer al empleado. Pero muchas veces la ley y el ejercicio laboral van por vías distintas, no se cumplen y perjudican al más débil.
Cuerpos alterados. Somos seres diurnos gobernados por un cerebro encargado de medir el tiempo. Y una de sus tareas es enviar información temporo-espacial, para indicarle al cuerpo qué hora es, el punto corporal al que solemos identificar como reloj biológico.
“Para que el reloj interno funcione bien, tiene que estar de acuerdo con la sucesión de días y noches, sincronizarse y estar regulado por el ciclo de luz y oscuridad, y por la alternancia de días y noches”, sostiene Diego Golombeck, especialista en cronobiología.
Todos elegimos ser matutinos o vespertinos. A los adolescentes se los denomina “búhos” porque se acuestan más tarde, y a los ancianos “alondras” porque prefieren levantarse más temprano. El especialista asegura que “es una cuestión biológica, no cultural. En la jerga se llama cronotipos a la preferencia horaria”. La mayoría de la población es neutra. Pero el 10% tiende a ser más vespertino o matutino, y tiene que tratar de adaptar su rutina con su cronotipo.
El biólogo explica que el permanecer mucho tiempo en la oscuridad, o aislado, tiene su primer impacto en el descanso. “Estar aislado, o en penumbra, como está un trabajador bajo tierra, altera mucho la sincronización de los ritmos, y eso sin duda conlleva a un trastorno de sueño y vigilia.”
Al dormir mal, las funciones vitales se alteran provocando irritabilidad, agresividad y mayor predisposición a equivocarse, a cometer accidentes; y con el tiempo, si se mantiene una deuda de sueño, el organismo comienza a enfermarse.
“La falta de descanso, y más si es crónica, puede generar todo tipo de enfermedades. Incluso el último informe de la OMS revela que el trabajo en turnos rotativos, o los que van alterando el ritmo biológico es un indicador de riesgo para el cáncer. Lo más leve son trastornos gastrointestinales”, adelanta el experto.
Golombeck hace una diferencia interesante sobre las horas que se viven en penumbras o aislado, porque la sensación temporal bajo esas condiciones supera las 24 horas.
“El reloj interno que mide el cerebro tiene sus cálculos endógenos y autónomos para informar qué horario es. Pero los días que genera no son exactamente de 24 horas. Son más largos, entre 26 y 28 horas. Por eso es que tiene que sincronizarse y se ajusta todos los días al percibir la luz ambiental. Si no se pone en hora, sucede que se alargan. Lo cual no es grave, pero la percepción del tiempo cambia”, explica.
La psiquis también se ve comprometida en actividades que demandan aislamiento, o sea subterráneas, o las que alteren el ciclo de vigilia.
“No hay patologías, pero sí condicionamientos. Es posible que presenten una disminución de estímulos que puede tener en un ámbito más abierto. Impacta directo en la salud. En el costado más negativo, y prolongado, se pueden desatar fobias, estrés, miedos, pánico al encierro”, explica el psiquiatra Enrique Stein, de la Asociación de Psiquiatras Argentinos (APSA).
Para que el estrés no se transforme en patológico, Stein sugiere generar situaciones que faciliten recrear posibles momentos de encierro. “Hay que crear un simulacro de estrés con el otro a través de la palabra, del juego, y compartir objetivos. Para aprender y estar preparados para imprevistos.”
El psiquiatra también señala que los trabajos que no demandan una interacción con otras personas, o son solitarios, hacen que “los vínculos queden reducidos, acotados a los estímulos que reciben”.
Golombeck, en concordancia con Stein, agrega que “en el caso extremo de los mineros, por lo general tienen problemas de adaptación a la luz (fotofobia) y cuando salen a la superficie les cuesta adaptarse (fotosensibilidad)”.
“Es decir: si están seis meses bajo tierra, pueden recuperar la visibilidad en un mes”. añade.
Para muchos, vivir en las profundidades tiene un misterio cautivante, pero detrás de lo diferente, a veces, la autonomía corporal busca salir a lo convencional.
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