Ciento doce vacas explotaron. Las primeras 17, el 31 de diciembre. Las últimas 95, el martes 13 de enero, a las cuatro de la madrugada. Fue en el sudoeste del partido de Olavarría, a cincuenta kilómetros de la ciudad, en el límite con el partido de Laprida, en lo que se conoce como cuenca Mar y Sierra de la provincia de Buenos Aires, que viene soportando la mayor sequía de la que se tenga memoria desde los años 60.
No está claro aún que la sequía haya sido responsable de las muertes. Tampoco lo contrario.
Las vacas eran más de la mitad de las del tambo de don Alejandro Blando, un chacarero de 78 años que comenzó con la explotación lechera en los años 70. Desde 1958 la casa que está unida a la ruta 51 por una doble fila de enormes eucaliptos fue el hogar de los Blando, en donde don Alejandro crió a sus cuatro hijos. Hoy viven todos en Olavarría, y en lo que fue la casa familiar hay dos peones chaqueños, que viven hace siete años allí con sus familias, más dos peones, también chaqueños, solteros. “Con todos los papeles en regla, con la ART, con todo”, dice Alejandro Blando (h) más triste que indignado. “Ahora no sé, les tendré que decir a dos que se vayan, voy a ver si los puedo acomodar en otros tambos. El último vino hace año y medio porque dicen que acá está mucho mejor que en el Chaco. Y acá estamos mal, imagínese. No se quieren volver por nada del mundo. Capitanich dice que allá están bárbaros. Ellos no dicen lo mismo.”
El 31 de diciembre, ante la primera “explosión” vacuna hubo un diagnóstico equivocado. Se pensó que habían comido de más. El martes 13 quedó claro que se trató del sorgo. Las vacas se alimentaron de un comedero de sorgo sembrado y picado por la familia Blando y literalmente explotaron por dentro. Casi instantáneamente. A la mañana temprano, cuando “los chaqueños” fueron a ver cómo estaban las vacas, encontraron una muerta, tirada al lado del comedero. Al levantar la vista vieron el panorama más desolador que podían imaginar. Cien vacas moribundas, infladas como globos, el cuero tenso, la lengua afuera. “Estaban como tontas, babeaban”, dice en el comedor de la casa de campo Bernardo, uno de los nietos adolescentes de don Alejandro que estuvo ahí en ese momento. Se perdieron de golpe 200 mil pesos y el trabajo de años. Tomará no menos de cinco años reponer esos animales muertos.
La presencia de Crítica de la Argentina funciona como catarsis. Están Alberto hijo, su hermana Lilian, Bernardo y tres nietos más, chiquilines que siguen con atención la charla de los mayores y pispean cada tanto el televisor. De a rato se codean y señalan la tele. No es el cartoon. No es el Disney Channel. Es casi una nave espacial, una cosechadora increíble que aparece en el Canal Rural. La desean con la ansiedad que los chicos de la ciudad sufren cuando miran la última versión de una PlayStation.
El sorgo no es el mejor alimento para que las vacas den leche, pero ayuda a mantener los costos. Los chacareros siempre supieron que hay que ser cuidadosos con el uso del sorgo como alimento para la hacienda. La planta tiene una concentración tóxica de ácido cianhídrico. Si no tiene más de 60 cm de alto, es peligrosa. Cuando la planta crece más, ya no, porque se diluye. Después de una lluvia, así sea una pequeña, de seis milímetros, la planta toma fuerza y con ella, su toxicidad. Sin embargo, hace ya más de ocho años que el nivel de toxicidad del sorgo había bajado casi por completo por mutaciones genéticas naturales, según explican los ingenieros agrónomos. ¿Qué puede haber sucedido? Los sembradíos están estresados por la sequía. Así, literalmente, como las personas cuando tienen problemas. Estresados. El sorgo estresado retuvo el ácido y fue veneno para las vacas flacas de Olavarría. Esta es una de las explicaciones posibles. Blando no se resigna. Hace años que siembra ese mismo sorgo, tomó todas las precauciones, eran plantas mucho más altas que los 60 cm aconsejados. Hoy, muestras del sorgo están en la seccional Balcarce del INTA. “Esa sí es gente seria, estamos esperando que nos digan ellos. Dicen que no había manera de darse cuenta la primera vez que pasó”, dice Alberto (h) y funciona a manera de disculpas con don Alberto padre.
Es que el patriarca familiar vivió su martes 13 con angustia. Él anotó a mano, en los últimos treinta años, en unas primorosas fichas de cartón, cada dato de cada vaca. Peso, cantidad de leche, pariciones, hasta la actividad sexual de cada una de ellas. Las fichas tienen fotos de cada vaca, siempre de su costado izquierdo porque las manchas no son simétricas. En una caja de tergopol, con espacio para dos marcadores rojos, están las fichas que don Alejandro llenó cada mañana allí en el campo. En la mañana del desastre no paró de castigarse: “Mía fue la culpa de darle ese sorgo”, decía. No quiso volver al campo. Y lo bien que hizo. El panorama es desolador.
Las 117 vacas muertas fueron arriadas a un costado de las nuevas instalaciones del tambo. Alejandro (h) llega por primera vez, tampoco había querido ver el amontonamiento de carne podrida, las expresiones de las caras de las vacas. Es como si quisieran explicar en toda su profundidad la expresión “ojos fuera de sus órbitas”. Cinco centímetros fuera de sus órbitas. La lengua de costado, globos blancos y negros de cerámica, tal es la tersura de los cueros. “No tiene ni sentido vender el cuero como para salvar algo, porque la exportación está cerrada. Antes un cuero así costaba 100 pesos, ahora no te dan ni uno, en las curtiembres no quieren saber nada, están tapados de cueros, si no pueden exportar”, dice Alejandro y ahí aparecen los malos de la película, según todos los chacareros: Cristina y Moreno. “Ahora las setenta vacas que quedaron no quieren casi comer, miran, prueban un poquito, tienen como miedo”, dice Bernardo.
Hay algo de apocalipsis en la imagen, sangre marrón, moscas, olor imposible, atenuado por el viento fuerte y decenas, centenas de tacuaras, esas pequeñas langostas grises con pintitas marrones que comen cualquier cosa que tenga la mínima tonalidad verde. Porque al campo también llegó, traída por la sequía, la plaga de tacuaras que impidió a los nietos usar el tanque australiano que hace las veces de pileta de natación, y a la familia tomar mates en las galerías. El tanque estaba cubierto de tacuaras y los patios estaban alfombrados de esos insectos. Ahora hay un poco menos, pero se divierten dificultando la escritura del cronista en su libreta. Las veinte hectáreas con maíz que aún resisten –alguna pequeña lluvia le dio esperanzas a Blando de poder conseguir granos para pasar el invierno– estuvo a punto de ser atacada por la tacuara. Tuvo tiempo de fumigar dos surcos bordeando todo el terreno. La fumigación provincial llegó justo hasta la ruta. El campo de los Blando quedó afuera, ellos debieron hacerse cargo.
“En las ciudades no se sabe, creen que son todos pools de siembra”, dice Alejandro (h) que no quiere resignarse a perder el emprendimiento familiar. Su establecimiento es de calidad, con controles estrictos por parte de La Serenísima, comprador casi monopólico en la zona. Por eso llega a cobrar por litro 0,87 centavos, lejos aún del peso por litro firmado con el Gobierno. Llegó a sacar 3.000 litros diarios con las 200 vacas. Estaba, antes del estrago del sorgo, en 1.000, consecuencia directa de la sequía. En marzo del año pasado (todos hablan de marzo del año pasado como de otro país, mucho más feliz) inauguraron las nuevas instalaciones del tambo, para adecuarse a los niveles de calidad exigidos. Nadie podía imaginar que aquellos sueños terminarían en la postal de los ojos desorbitados y la sangre marrón. Lilian dice que no sabe qué puede pasar con su papá, que ahí está su vida y señala la caja de tergopol. Los chicos hacen silencio y dejan de escuchar la charla de los mayores. El televisor los llama. Una nueva cosechadora apareció en el Canal Rural.
Panorama de muy mala leche
“Lo que va a pasar es que muchos tamberos van a tener que salir del sistema”, asegura el veterinario Claudio Ersingern, coordinador de la mesa nacional de productores de leche, en su oficina en Tandil. “A este escenario se llega por las desacertadas medidas del Gobierno, una tras otra, más el complicado panorama internacional y, finalmente, las pésimas condiciones climáticas que venimos sufriendo en los últimos años. En esta zona de la provincia de Buenos Aires –Mar y Sierra– el 90% de los productores son mixtos, tienen también agricultura o cría de ganados, que enmascaran el problema lechero. Pero el que sólo tiene tambo está en graves problemas.” “El 20 de octubre pasado –continúa– se firmó en Olivos el acuerdo por un peso un litro de leche. Por el cierre de la exportación de agosto de 2008 que impulsó Guillermo Moreno, las grandes empresas no pueden exportar, y entonces tienen mucho stock y pagan hasta 0,75 centavos el litro a los productores, que con esos costos no pueden seguir. Y esa medida no hizo que bajase el precio de la leche en el mercado local.”
|
|
|