Dos veces por semana, Juan Espinoza se convierte en una suerte Quijote neuquino que batalla por el agua. Sube a la aridez de la meseta con su vieja camioneta llevando consigo varios barriles del preciado líquido. A través de una extensa red de mangueras que surcan la basura, las matas y las irregularidades del terreno, riega dos hileras de eucaliptos a través de goteo. Sus árboles son lo único verde a la redonda, si no se cuentan las botellas de vino rotas en el suelo de la barda. Nada es fácil a esa altura, en la Colonia Rural Nueva Esperanza, donde la lucha entre el hombre y la inclemencia deja de ser un relato mítico para convertirse en una realidad cotidiana.
“La municipalidad me cortó dos entradas de agua y se me secaron todos los frutales”, dice Juan, con cierto resentimiento. “Acá planté durazno, ciruela y guinda”, afirma al señalar unos 20 ó 30 arbustos secos y sin hojas, que ocupan una parte de sus 2 hectáreas y media en la manzana 19, lote B.
Años atrás, la comuna firmó un convenio con la empresa Petrobrás para poder derivar el fluido a los vecinos. A través de caños de PVC se sirve al vasto territorio. Pero los vecinos dicen que el agua no alcanza y que está mal administrada. “Algunos riegan a cielo abierto, pero otros tenemos que hacer malabares para poder sacar alguna gota”, afirma Juan.
Como él, las cientos de familias que pueblan la Colonia Nueva Esperanza deben luchar contra la falta de agua. Se llaman a sí mismos colonos. Son hombres y mujeres que poblaron el lugar hace más de 15 años, bajo la promesa de que allí se fomentaría un polo productivo. Algunos se dedican a la cría de cerdos, conejos y aves, que son faenados en el matadero del barrio. Otros viven de la basura.
Reclamo repetido
Otros, como Juan, quisieron desafiar la inclemencia y probaron con la plantación de frutales y eucaliptos. Resignado, muestra decenas de papeles. Denuncias a la Defensoría del Pueblo, reclamos a la Municipalidad y al Concejo Deliberante, todo prolijamente guardado en una carpeta. También enseña un artículo publicado en este mismo medio casi tres años atrás, donde denunciaba la falta de agua. “Después de la nota vinieron y arreglaron los caños –dice- pero la solución duró poco”.
En su momento, el municipio respondió al reclamo aduciendo que la plantación de eucaliptos no responde a un proyecto productivo, y que el agua debía destinarse a mejores fines.
“No entienden que los árboles son vida, que forman parte de nuestro entorno”, se queja Juan, mientras rompe las ramas secas de un arbolito que tardó años en crecer. “Allá –señala al Este- tenía toda una hilera que se quemó. Servía para delimitar la esquina, e iba paralela a la calle”. Donde Juan ve esquinas y calles, los ojos acostumbrados al paisaje urbano sólo reconocen tierra y arcilla, dividida por precarios alambrados y algún que otro sendero de ripio.
En la entrada de su casa tiene seis o siete barriles de los que se usan para transportar combustibles. Allí vuelca el agua que trae del centro neuquino. De los recipientes salen decenas de caños. “La presión no alcanza –cuenta Juan-, apenas puedo regar algunos metros”.
La Municipalidad prometió hacerle una cisterna. Incluso se cavó un pozo de medio metro de profundidad que nunca fue completado.
Gobernar es poblar
Si bien hace 15 años que Juan posee la tenencia precaria de sus 2,5 hectáreas en la Colonia Nueva Esperanza, llegó a Neuquén 45 años atrás. “Yo soy albañil –cuenta-. A nosotros nos traían acá sin techo. Dormíamos en carpa. Trabajábamos haciendo changas. Recuerdo que en el centro había colgado un cartel enorme que llamaba a poblar la Patagonia. Incluso nos mandaban a plantar árboles”.
El dolor de ver secar sus eucaliptos se duplica. Son los mismos árboles con los que pobló su tierra, con los que marcó su territorio. Son los árboles de la pertenencia. “Tienen que ver con la vida”, insiste, haciendo enérgicos gestos con sus manos gastadas.
“Son 15 años de trabajo, son 45 mil pesos invertidos, son horas y horas de trabajo. Todo eso tirado a la basura”, dice Juan, en una gélida mañana. El viento seca la cara y congela las manos. “El frío es duro acá arriba, pero no te imaginas lo que es en verano. No tenemos ni una sola sombra”, se queja. El sueño del agua sigue truncado en la Colonia Nueva Esperanza.
A algunos minutos del centro neuquino, a pocos kilómetros de los dos ríos, a sólo metros de las cigüeñas, de las perforaciones, de las camionetas cuatro por cuatro, las plantas de Juan –eucaliptos que no generan riqueza, que sólo prestan reparo del viento y del sol- se secan, irremediablemente.
|
|
|