Después de la conmoción por el desastre natural y la muerte de diez personas, entre ellas la argentina Lucía Ramallo, el agua empezó a bajar en Machu Picchu y permitió iniciar la evacuación de los turistas varados (mil cuatrocientos, según cifras oficiales). En tanto, los argentinos que permanecen en la zona insistieron con sus pedidos de ayuda y la Presidencia de la Nación decidió enviar hoy a Perú dos aviones (un Hércules y un Fokker F-28) para repatriarlos. Ciento veinte personas que habían llegado desde nuestro país lograron ser sacadas de la localidad de Aguas Calientes y trasladadas al poblado de Ollantaytambo.
Para alivio de familiares y amigos, la Cancillería aseguró que todos los compatriotas que permanecen en Aguas Calientes están bien de salud. Los que estaban en Machu Picchu, atrapados por el alud, ya descansan en un hotel de la zona.
La evacuación se está haciendo en diez helicópteros, que salen de Aguas Calientes a Ollantaytambo. El trayecto a la ciudad de Cusco se completa por vía terrestre. Las autoridades esperan completar el proceso “en las próximas 36 a 48 horas, de continuar las condiciones climáticas favorables”.
La embajada en Perú dijo a este diario que los argentinos se dividen en tres grupos: 700 en Aguas Calientes, 100 en la ciudadela de Machu Picchu y otros dispersos por el Camino del Inca. “Como la prioridad para la evacuación son ancianos y embarazadas, los jóvenes que están varados podrían llegar más tarde”, se indicó.
El embajador argentino en Perú, Darío Alessandro, admitió que los ciudadanos estadounidenses tienen prioridad. Como había helicópteros de ese país en la zona, “los mandaron para allá y la información de las autoridades es que, primero, trasladan a los ciudadanos norteamericanos y, luego, siguen colaborando para sacar a la totalidad de la gente”.
La turista brasileña Deliane de Queiroz confirmó que “los que más vinieron fueron helicópteros privados, que cobraban hasta 500 dólares y llevaban a quienes podían pagar”. Las fuentes diplomáticas aseguran que “el único hecho de ese tipo confirmado fue durante el primer día, cuando un hotel de lujo puso un helicóptero para sus clientes (estadounidenses y europeos)”.
A pesar de la llegada de los helicópteros, no hay tranquilidad en Aguas Calientes. Otro turista, Nicolás Ferri, contradiciendo la cifras oficiales, aseguró que son 3.200 las personas varadas. La lentitud del operativo hace pensar a algunos en caminar las diez horas que separan ese lugar de Ollantaytambo. En rigor, los turistas ya se autoorganizaron.
HABLÓ UNA AMIGA DE LUCÍA. Desde una clínica cusqueña, donde se recuperaba del derrumbe que mató a Lucía Ramallo, Romina Campo contó cómo fueron las últimas horas junto a su amiga: “A las 10 de la noche le avisamos a nuestra familia que estaba todo bien y nos fuimos a dormir. Pero a las 3 de la mañana llovía mucho y cayó una piedra”. Era un muro que se estaba derribando. “Yo tenía la cabeza atorada entre la bolsa de dormir y las piedras. Cuando me sacaron –explicó–, intenté sacarla a Lu, pero ya no reaccionaba”. Después de cinco horas en camilla, Romina fue trasladada a Cusco y ayer llegó al país a bordo de un avión de las Fuerzas Armadas, junto con otros argentinos que estaban varados en Aguas Calientes. En tanto, el cuerpo de su amiga era trasladado desde una morgue limeña, y se esperaba su llegada para hoy.
Gastón Bourdieu, periodista de Crítica de la Argentina, testigo del alud: “Agradezco estar a salvo”
“Chicos, recién vinieron los guardaparques y nos dijeron que no podemos seguir porque el río se está llevando todo por delante”. La voz calma de Lucio, nuestro guía, no nos alarmó. Creíamos que se trataba de algo común en el lugar y que, por razones de seguridad, nos recomendaban seguir sólo bajo nuestra propia responsabilidad. El objetivo principal de mi viaje a Perú era conocer Machu Picchu y, tras dos días de caminata, no pensaba regresar sin llegar a la ciudad santuario que había ido a buscar.
En los días previos me habían comentado que estaba lloviendo muchísimo, pero nunca creí que podía ser tan grave. Las informaciones en el campamento de Pacaymayo, donde pasé la segunda noche, eran cruzadas. Algunos decían que no había forma de seguir y que no dejaban pasar a nadie en la llegada a Machu Picchu; otros comentaban que varios grupos estaban dispuestos a continuar y volver por las vías del tren. Joaquín –el amigo con el que viajé–, tres brasileños y yo teníamos decidido seguir, pero nos dijeron que recién a la mañana siguiente sabríamos si eso sería posible.
Me desperté a las cuatro de la mañana. Había dormido menos de media hora en toda la noche por el frío (el cierre de la carpa estaba roto), la lluvia que no paró ni un segundo, la ropa mojada que tenía puesta y también por la preocupación a raíz de lo que nos habían dicho antes de que nos acostáramos: habían muerto una chica argentina y un guía peruano en el siguiente campamento al nuestro. No sólo no podíamos continuar, sino que debíamos regresar por el mismo camino lo más rápido posible, porque ya se habían derrumbado varios puentes y peligraba la salida.
Algo confundidas, las trece personas que estábamos juntas salimos a desandar los pasos de los dos días previos, pasando un pico helado de 4.200 metros de altura y 23 kilómetros hasta el ingreso del Parque, en Piscacucho. En las casi diez horas de caminata a través del Valle Sagrado Inca, vimos ir y venir helicópteros que se dirigían a Aguas Calientes para rescatar a la gente; cruzamos un arroyo con sogas porque el puente era historia; trepamos por un terraplén que ya había sido arrasado por un deslizamiento, con el riesgo de que la tierra se moviera y cayéramos al agua; y eludimos varios precipicios por buscar atajos que nos mantuvieran lejos del cauce del río Urubamba, a esa altura, desaforado. Llegamos al puente de ingreso, empapado por las olas que lo rozaban, justo antes de que lo cerraran.
La vía del tren que atraviesa el Camino del Inca desaparecía por momentos, sumergida en el agua. En otros lugares, flotaba en el aire. Otros puentes también habían sido tapados por el río. Nuestro guía y los porteadores (mochileros) nos juraban que nunca habían visto algo así. Ellos, que hacen el camino seis veces por mes, realmente tenían miedo. Tras dormir fuera del Parque, ya mucho más conscientes del peligro que vivíamos, emprendimos el regreso a Cusco.
Primero caminamos dos kilómetros y subimos a un camión de ganado –los únicos en llegar hasta ahí– hasta alcanzar el punto donde no había más ruta: el río se la había tragado. Ya en otra camioneta, luego de caminar por las vías, encontramos los pueblos destruidos por el agua: las casas habían sido arrasadas; la gente, evacuada; y las personas en el camino imploraban que no pasaran más autos por los puentes porque estaban a punto de ceder. Ahora estoy en Cusco, donde se siguen escuchando los helicópteros. Sinceramente, no sé si estuve cerca de una tragedia, pero dejé de sufrir por no haber conocido Machu Picchu y empecé a agradecer porque estamos a salvo.
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