Promedia el verano y arrecia el calor. Los habitantes de la región metropolitana -sobre todo, los de los niveles menos pudientes de nuestra sociedad- aspiran, razonablemente, a tener a su alcance recursos para atemperar tan elevadas temperaturas: así es como desechan las prevenciones y pretenden tener acceso al Río de la Plata, cuya descuidada y grave contaminación es un peligro cierto para la salud pública.
Los improvisados bañistas, provenientes de la ciudad misma y de su conurbano, no pretenden otra cosa que vivir en carne propia algo que les ha llegado por boca de sus mayores, quienes más de una vez les habrán recordado las épocas, no tan distantes, en que las aguas del estuario no estaban enfermas y sus balnearios, desde San Fernando hasta Punta Lara, sin omitir, por supuesto, a las costaneras sur y norte porteñas, estaban legítimamente habilitados para el uso del público.
Ahora, en cambio, fundamentadas razones científicas y sensatas reglamentaciones pertinentes les vedan esa posibilidad, aunque muchos de ellos hagan caso omiso de los riesgos que afrontan con sólo internarse unos metros en las aguas amarronadas y barrosas que empapan nuestras costas.
Entre treinta y cuarenta mil personas diarias llegan a la ribera de Quilmes los sábados y los domingos calurosos, mientras que alrededor de 100.000 se refrescan en Punta Lara, cerca de La Plata. Nada insignificante caudal humano, que se remontaría hasta alturas imprevisibles si el cálculo abarcase toda la extensión de la zona ribereña.
Sin embargo, los índices de la contaminación del río al que tantas veces les dieron y les dan las espaldas las autoridades rondan cifras que imponen considerarlo inapropiado para cualquier finalidad que no sea la navegación y, después de costosos y complejos tratamientos, la provisión de agua potable.
La mera ingestión de esas aguas impuras y enfermas puede provocar, según prestigiosos especialistas, afecciones estomacales y gastrointestinales; el simple contacto implica ya riesgo de enfermedades cutáneas. No es extraño, visto que a ellas va a parar toda clase de desperdicios, desde efluentes hasta basura y cadáveres de animales. Y en notable medida, esa reiterada e insidiosa agresión es fruto de la incultura cívica de las mismas personas que se lamentan porque el Río de la Plata está contaminado.
No hay más remedio, pues, que prohibirle al público su tan módica diversión, medida que, probablemente, sería innecesaria si mediasen dos requisitos: que las autoridades se abocasen a estudiar y poner en práctica políticas y acciones tendientes a descontaminar gradualmente al río, y que la sociedad, por su parte, se comprometiese, sin excepciones, a cuidarlo y preservarlo en su condición de recurso infinitamente valioso y, por cierto, no renovable.
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